"Escuchadme, hijos míos, y no fallezcáis en el acto. Porque el Sagrado Padre es sabio, y sabios seremos nosotros al seguir su ejemplo. Los hijos no deberán cargar con el pecado de sus padres, ni los padres con el peso de sus hijos. Pero aquellos que son valientes en espíritu y, por ello, sabios en el actuar, estarán dispuestos a soportar la carga por el bienestar de los demás. A ellos dirijo mis palabras. Escuchadlas bien, porque es a ustedes a quienes van mis rezos, en espera de que la carga que lleváis no os corrompa ni quebrante en cuerpo ni espíritu..."
—Samuel de Attre, conocido como Samael de Nales, sacerdote de la Iglesia Imperial. Transcripción de un sermón, el primero de otoño del año 1212.
Sus pasos en otro tiempo habrían resonado con un ritmo armonioso. En tiempos donde el castillo estaba plagado de vida. Donde la alegría podía respirarse en cada rincón, donde el bienestar se observaba en la calma, cordialidad y formalidad de sus habitantes. En tiempos, donde el sol se filtraba suavemente por las vidrieras, colorando el mármol con un pulido tono oro y carmesí, reflejado en el tono celeste de sus decoraciones. Momentos donde los siervos caminaban con sonrisas en sus rostros y sus conversaciones al ser oídas, estaban plagadas de murmurios con plegarias y esperanza sobre la casa. Incluso, en los momentos donde solía detenerse para ver a través de la ventana. Apreciaba la dedicación de sus soldados, de los caballeros que entrenaban con vigor hasta el ocaso, donde al pasar por las barracas, podían apreciarse las risas y bromas acompañadas de cerveza e historias sobre sus lores.
El recuerdo de esos días era finalizado con la memoria de su madre. El sonido de su tarareo, sobre una antigua melodía familiar, que sonaba al son de la caricia de ella, pasando sus dedos por sus cabellos con ternura. A medida que le enseñaba con aprecio sobre la historia de su familia. Era en esos tiempos, donde aquella imagen de paz lo hacía sentir invencible, como si nada pudiera perturbar ese equilibrio.
Pero la ilusión se desvaneció, el día que el sol dejo de brillar y las sonrisas habían desaparecido, para ser intercambiado con miradas llenas de amargura, pena y miedo. El cielo que alguna vez fue claro y sereno, anunciando la llegada de tiempos prósperos. Ahora se tornaba en un tono rojo enfermizo. Una advertencia que presagiaba la destrucción. Los pasillos del castillo, que en su infancia fueron testigos de risas y seguridad, estaban ahora vacíos, carcomidos por las sombras. Donde antes había esperanza, solo quedaba el eco de los gritos y el estruendo de las espadas.
El fin de sus tiempos había llegado. Al son de las grietas en los muros. Repletos de polvo, producto de los escombros. El caos ahora se esparcía y consumía la fortaleza. El cielo enseñaba la caída de lo que en su momento se pensó que eran estrellas. Solo que, al chocar con los muros, anunciaba la realidad. Los proyectiles de las catapultas retumbaban igual que los tambores de campaña. El fuego consumía con lujuria los restos, antes de endulzarlos con el canto de sus víctimas. Los caballeros que alguna vez reían en el patio yacían inmóviles en el suelo, cadáveres olvidados en medio del asedio. Su hogar, su castillo, estaba en llamas.
El rugido de la batalla rugía a su alrededor, pero no era más que un susurro para sus oídos. Sus piernas lo llevaban instintivamente por los corredores, buscando algo, a alguien... Su madre. "¡Madre!", gritó con desesperación, su voz perdiéndose en el eco de la destrucción. Cada paso que daba lo acercaba al núcleo de su tormento, pero el peso de la incertidumbre lo aplastaba. Con cada cuarto que revisaba, la viva imagen de la muerte se presentaba. Siervos cubiertos de escombros; caballeros fallecidos por la espada y jóvenes con rostros llorosos, intentando escapar desesperadamente.
Tenía que cerrar los ojos un momento, antes de tomar aire y continuar su búsqueda. Pero con cada paso que daba, el tiempo que poseía comenzaba a escasear. Cada vez más, el murmullo de la batalla se convertía en un grito constante. Los traidores pronto entrarían a esa sección, aquellos hombres que llego a conocer de nombre y forma ahora eran los mismo que bajo el estandarte de la espada y el libro entrecruzado. Serían las perpetuadores de su perdida. Los odiaba por lo que hacían, pero no podía evitar comprenderlos al mismo tiempo. No se detuvo ante eso, siguió luchando y buscando, hasta que finalmente la encontró.
En el umbral de una puerta rota, estaba su madre, tambaleándose. Sus ojos reflejaban la misma mezcla de dolor y resignación que él sentía en lo más profundo. Entrecerró sus puños, antes de comenzar a correr hacia ella, y la abrazó con fuerza, como si aferrarse a ella pudiera cambiar el destino. Pero su cuerpo estaba débil, herido por los horrores del asedio. Con manos temblorosas, lo miró a los ojos y habló con la misma ternura de antaño, aunque su voz temblaba con urgencia.
— Mi niño. Mi dulce niño. — Coloco su mano ensangrentada en su rostro. A medida que la vida comenzaba a apagarse por su herida. — Tienes que huir, déjame, vete antes que lleguen. — Sus ojos se llenaron de lágrimas, a medida que su respiración empezaba a pausarse. — Corre... busca a tu hermano... y no mires atrás —, susurró con un hilo de voz.
Antes de que pudiera responder, el estruendo de una explosión sacudió el suelo bajo sus pies. Su madre se desplomó en sus brazos, sus ojos apagándose, mientras el humo y las llamas consumían todo a su alrededor.
Andreus gritó, pero su voz fue ahogada por el rugido de la destrucción. Y entonces, todo se desvaneció. Su respiración se tornó agitada, a medida que despertaba. No era la primera vez que una pesadilla lo despertaba, pero aquel sueño pasado, no dejaba de atormentarlo de forma constante. Cerro los ojos mientras decía una plegaria por los caídos, antes de quedarse en silencio sobre la cama.
Aún era de noche, pero el canto de los pájaros, que pronto anunciaría el amanecer. Con una expresión amarga, camino hasta la ventana entreabierta. Visualizando brevemente el bosque que rodeaba el castillo. Podía notar el danzar de los árboles, producto de la brisa fría del otoño. La cual, con suavidad acaricio su rostro. Ante ello, soltó un suspiro luego de pasarse la mano por el rostro, sintiendo la rasposa sombra de una barba incipiente. Incapaz de dormir, observo sus aposentos, los cuales, con un silencio abrumador, lo esperaban plácidamente, haciendo que una mueca se originara en su rostro.
Incapaz de dormir, y de salir de sus aposentos. Aun no olvidaba que seguía siendo un invitado en el lugar. Prefirió centrar su atención en la pequeña pila de libros solicitados para su estancia. Varios volúmenes apilados unos sobre los otros, algunos con paginas amarillentas por el tiempo; otros aun frescos, de encuadernación fina y letras cuidadosamente orquestadas. Títulos sobre historia militar, cultural y universal, tanto del imperio como del archipiélago, partiendo de la historia de las razas antiguas hasta la conquista de los hombres sobre las mismas. Cada título, anunciando saber y deber, era suficiente para permitirle centrar su atención en otros aspectos, en un amargo intento de olvidar los ecos de su pesadilla.
Sin considerar otras alternativas para pasar el tiempo. Dormir no era una posición, y la idea de encender la pequeña chimenea para tomar un trago y leer, no le apetecían. Opto por la primera opción, sirviéndose una copa de vino, él y el líquido rojo reflejó la tenue luz que comenzaba a filtrarse por la ventana. Con sus notas dulces, aprecio la calidad de esta, mientras bebía, abría uno de los tomos y con papel y tina, comenzaba a estudiar su historia. Leia los mapas al igual que las extensiones y fronteras de las diversas casas de la región, seguida de los linajes de esta. Deteniéndose con cuidado, en aquellos descendientes que tuvieron algún enfrentamiento o dificultad con las razas antiguas, desde las montañas de los enanos, hasta los bosques de los elfos, o los asentamientos de los medianos, sin contar otras tantas desconocidas u olvidadas por el tiempo.
Pero, había momentos, donde su mente divagaba. Empleaba el vino para callarla, en busca de concentrarse en su saber. Aun ante ello, no evitaba la verdad. Teniendo que hacer una pausa, recordando el sermón del día anterior. Desosó de no pensarlo, volvió a beber a medida que escribía. Con cada palabra, un intento de liberarse de la angustia, un esfuerzo de preservar la memoria de quienes había perdido con el paso de los años, a la par, que esperaba poder guardar un espacio para él. Lo intento hasta que se quebró, siendo en ese momento, acompañado en el silencio, que llevo una mano hasta su rostro, y sollozo. — Lo siento. — susurro.
Las campanas anunciaron el amanecer con un fuerte estruendo. Pronto, todo el pueblo comenzó a prepararse para sus labores. Los campesinos empezaron a arar los campos, el clero a impartir sus enseñanzas al pueblo, y los comerciantes a preparar cuidadosamente sus bienes para las próximas ventas. Con ello, el castillo de Morven también iniciaría el día. Los siervos prepararían los alimentos de su señor, y los criados asistirían a los hombres. No sin antes rezar en la capilla al Hacedor y a sus siete divinos, en busca de protección para la jornada.
A las afueras de la capilla se encontraba un hombre ajustando las correas de su armadura, aún sin acostumbrarse a portarla. Especialmente por el frío otoñal, que solo aumentaba con el uso de su vestimenta. Mientras los criados y nobles llevaban túnicas abrigadas, los soldados, portando sus armaduras y algunas capas de ropa para evitar el malestar del metal en la piel, no escapaban del frío. Sin embargo, él llevaba una capa de terciopelo ennegrecido, que en otros tiempos había sido de tonos rojizos. Ahora, la capa estaba llena de parches que aseguraban su funcionalidad. Pese a su apariencia antigua, seguía cumpliendo su propósito de protegerle del frío.
En sus manos llevaba una manzana, que iba cortando en pedazos con una daga mientras daba mordiscos a cada trozo. Masticaba de manera ruidosa ante la vista de los criados, que lo veían como un simple vagabundo por sus modales. Sin embargo, continuaban tratándolo con respeto, al ser un invitado. Salomón frunció el ceño y escupió las semillas en el jardín interior. Hacer guardia mientras terminaba la misa era tedioso, cuanto menos, pero prefería eso a congelarse el trasero como sus compañeros. Para entonces, llevaba ya dos años con los mercenarios, específicamente con la tercera compañía. Cada una estaba formada por siete a diez hombres, y había seis en total, todas respondiendo a un capitán. Al final del día, todas acataban las órdenes de Berska Mac Tell, quien se aseguraba de que los sesenta de ellos estuvieran conformes con las múltiples asignaciones que les eran dadas.
Pensar en la dama de hierro, como era conocida, le provocaba incomodidad. Mayormente, sus pensamientos iban dirigidos a Ragnar, quien, junto con otros hombres, había sido enviado lejos con tareas similares. Se preguntaba por su hermano de armas y el encargo que le había sido otorgado, pero tuvo poco tiempo para reflexionar cuando apareció Andreus, emergiendo de entre las columnas que rodeaban el lugar. Vestía su túnica celeste, sobre la cual brillaba la armadura imperial, y una capa de seda le caía a la espalda.
Salomón espero un poco hasta que estuviera más cerca para hablar. En lo que terminaba de masticar otro pedazo de la manzana, no sin antes, ver cada tanto de reojo a los criados que pasaban a lo largo del jardín, en dirección a la capilla. El silencio que rodeaba el lugar,a era casi sofocante, y el frío otoñal, que se colaba a través de las grietas del castillo, se sentía más intenso de lo normal.
—¿Cómo has estado, Andreus? —preguntó Salomón sin mucha formalidad, su voz arrastrada por el cansancio mientras escupía las semillas de la manzana al suelo.
Andreus, con la vista fija en el horizonte, se tomó un momento antes de responder. Observó cuidadosamente a su compañero. A diferencia de sí mismo, Salomón parecía haber descansado, pero en sus ojos había algo más pesado que la falta de sueño.
—Bien. Aunque últimamente dormir no ha sido tan fácil —respondió Andreus, con los ojos apagados por el agotamiento—. ¿Y tú? No pareces tan cómodo.
Salomón esbozó una sonrisa forzada, que rápidamente desapareció mientras dejaba escapar un suspiro. Se acomodó la vieja capa ennegrecida, como si el frío que lo envolvía fuera más profundo de lo que la tela podía soportar.
—La verdad, no lo estoy —admitió Salomón—. He estado pensando en nuestra última misión, la del pueblo de Thargon... El chico que entregamos... no estoy seguro de que hicimos lo correcto.
Andreus lo miró, frunciendo el ceño, invitándolo a continuar.
—Lo entregamos sabiendo lo que había pasado. Mató a sus padres, sí, pero... después de todo lo que ellos le hicieron. Solo quería escapar con su amante. —La voz de Salomón se desvaneció, su mirada clavada en el suelo—. Nada de eso me dejó tranquilo. No somos jueces, lo sé, pero…
—Pero tienes dudas —completó Andreus, asentando lentamente. Sus ojos se oscurecieron mientras se dejaba caer en un banco cercano.
—Es solo que… —Salomón apretó los labios, buscando las palabras adecuadas—. Llevo dos años con la compañía y, a veces, no sé si esto es lo que debería estar haciendo. Cuando me uní, quería escapar del desierto, vivir una vida de aventuras, como las historias que me contaba el viejo. Aventuras, dinero, tranquilidad... pero todo lo que hacemos es luchar, matar, y luego volver a hacerlo. ¿Por qué? ¿Por unas monedas? No puedo evitar pensar en cuántas vidas hemos arruinado. ¿Dónde queda la moral en todo esto? ¿El sentido de lo correcto e incorrecto?
Andreus lo escuchó en silencio, su rostro grave pero comprensivo. Después de un rato, finalmente habló, con un tono calmado y firme.
—La vida de mercenario es dura, Salomón. Lo sabías cuando te uniste a nosotros. No siempre se siente bien lo que hacemos, y sí, habrá noches en las que no puedas dormir. Pero nuestra lealtad ya no está atada a la moral, a lo justo o lo correcto. Está atada a nuestro patrón y al oro que ganamos. Si tienes suerte, también está atada a los compañeros que sobreviven contigo. —Hizo una pausa, su mirada fija en Salomón—. La moral es un lujo que no podemos permitirnos. Si queríamos seguir un camino más noble, más justo, ese tiempo para cambiar ya pasó.
Salomón lo miró, resignado pero frustrado.
—¿Así de simple? ¿Dejamos de lado lo que creemos, solo porque alguien nos paga? —murmuró, su voz llena de dudas.
—No es simple, ni mucho menos —respondió Andreus con una sonrisa amarga—. No es que dejemos de pensar o sentir, pero no podemos permitir que eso nos detenga. Cada vez que blandes una espada, eliges entre tu supervivencia y tus principios. Y si sobrevives, tienes que aprender a vivir con las decisiones que tomas. Nadie dijo que sería fácil.
Salomón apartó la mirada, masticando el último trozo de manzana en silencio. Sabía que Andreus tenía razón, pero eso no hacía que sus dudas desaparecieran. Había algo en todo esto que seguía pesando en su conciencia, un malestar invisible que no podía ignorar.
Andreus se levantó, ajustándose la capa mientras miraba hacia la capilla.
—El señor saldrá pronto. Será mejor que te prepares —dijo con un tono más suave, casi paternal—. Esta vida no es para todos, Salomón. Pero si decides seguir este camino, debes hacerlo sin mirar atrás.
Asintió ante las palabras de Andreus, pero eso no evito el desconsuelo que sentía. Creció rodeado de historias sobre nobles héroes que salvarían a la princesa del castillo; de grajeros que estaban destinados a salvar el mundo, o de niños que, con el poder de la magia, lograrían grandes cosas. Pero en la realidad, él no era un caballero noble, ni un joven elegido por la grandeza o por el destino. Simplemente, era un huérfano que acepto la primera oportunidad para aspirar a algo mejor, sin medir su consecuencia.
Salomón se levantó con calma al ver salir a los nobles de la capilla, pero sus ojos se fijaron inmediatamente en uno de ellos. El hombre llevaba una capa azul oscuro, que reflejaba poder y autoridad con cada movimiento. El emblema bordado en su pecho, una espada atravesando un libro, era inconfundible. El señor de Morven.
La expresión neutral del noble se tornó en una mueca de molestia al posar sus ojos en Andreus. Quienes le acompañaban, también tornaron sus rostros en una mirada de inconformidad y molestia, pero no tan visible como su señor. Quien, con su sola presencia, hacía sentir una fuerte presión en el lugar.
—Así que uno de la casa Tenerius aparece en mis tierras. —dijo el noble con voz afilada, dando un paso adelante, sus ojos fríos clavados en Andreus—. Pensé que había dejado claro que ningún traidor pisaría estas tierras mientras yo las gobernara. Siendo tu casa, la primera en ser desterrada.
Salomón notó cómo Andreus apretaba la mandíbula, aunque su postura seguía siendo firme, como si la acusación apenas lo rozara. Sin embargo, Salomón conocía lo suficiente a su compañero para percibir el leve brillo de contención en sus ojos. Andreus dio un paso adelante, inclinado apenas la cabeza, mostrando respeto, pero sin perder su compostura.
—Señor, creo que hay un malentendido. —comenzó Andreus, su voz medida y controlada—. No soy originario de la casa Tenerius que usted menciona. Mi lealtad ha sido hacia el trabajo que me ha sido encomendado, nada más.
El noble frunció el ceño, cruzando los brazos con un desdén apenas oculto.
—¿Así que niegas tu sangre, tu linaje? —respondió con desdén—. Las traiciones de tu casa no se olvidan fácilmente. No creas que me convencerás con palabras vacías. Aun es rememorado el invierno negro.
Andreus se mantuvo sereno, aunque Salomón podía ver cómo sus dedos se apretaban ligeramente alrededor del borde de su capa, la única señal de la tensión creciente en su interior. Mentía; Salomón lo sabía. Pero prefirió mantener la compostura, no era quien, para hablar por su hermano, pero tampoco para dejarlo sin apoyo, aunque desconocía que responder.
—No niego mi sangre, mi señor, —dijo Andreus suavemente—. Pero no todas las ramas de un árbol crecen hacia la misma dirección. Mis acciones han sido guiadas por un camino distinto. Estoy aquí solo por el contrato que se me ha asignado, no por antiguas rivalidades. —Mantuvo la cabeza agachada, aun en un momento de sumisión. Lo suficiente para hacer que el noble dudara.
El noble lo estudió en silencio por un largo momento, sus ojos entrecerrados como si buscara una grieta en la armadura de Andreus, una contradicción, una debilidad. Salomón sintió la incomodidad trepar por su espina dorsal. Finalmente, el noble suspiró, aunque su rostro seguía tenso.
—Ya no hay honor en estas tierras. Todos los mercenarios son iguales. —El señor de Morven miró a Andreus con desprecio y luego se volvió hacia Salomón, como si lo evaluara por primera vez—. Tú, en cambio, pareces un hombre que sabe su lugar. Dime, ¿tienes algo que decir sobre tu compañero?
Salomón enderezó la espalda, sintiendo el peso de la mirada del noble sobre él. Se tomó un momento para responder, recordando las palabras de Andreus sobre la vida de un mercenario, sobre la lealtad y el oro.
—Solo que cumplimos con nuestro contrato, mi señor. —Su tono fue neutral, aunque respetuoso—. Estamos aquí para escoltar a su hijo y a la institutriz, tal como se nos ha solicitado. Nada más.
El noble lo miró con frialdad durante unos instantes más, luego desvió la mirada con un gesto de desprecio apenas perceptible.
—Muy bien, —dijo finalmente—. Harán su trabajo, pero que quede claro: no confío en ti —añadió, señalando a Andreus con un dedo tembloroso de rabia—. Te seguiré de cerca. Un paso en falso, y te haré pagar por los pecados de tu casa.
Andreus asintió con calma, aunque Salomón no pudo evitar notar la leve rigidez en sus movimientos. El noble les dio la espalda con un gesto seco, haciendo una seña a sus acompañantes, entre ellos, un caballero de armadura brillante, pero con un rostro neutro en todo momento. — He de tratar otros asuntos, nos reuniremos al medio día para afianzar los detalles de la escolta. Hasta entonces, tendréis prohibido marcharos del castillo. Sir yarce os vigilara hasta mi regreso. — No espero una respuesta por parte de los mercenarios, una vez dada la orden, dejo a Sir Yarce y a otro guardia para estar al tanto de ellos, en lo que desaparecía por una columna. Los caballeros en cambio, solo los obvservaron, sin pronunciar palabra.
—Esto va a ser complicado —murmuró Salomón en voz baja cuando el noble estuvo lo suficientemente lejos, volviendo su mirada hacia Andreus.
Andreus soltó un largo suspiro, pero una pequeña sonrisa torcida apareció en sus labios.
—La nobleza tiene memoria larga, pero nosotros tenemos trabajo por hacer —respondió con calma, aunque en su mirada se adivinaba la tensión que aún no se había disipado por completo. — Asintió un momento, antes de ver a los guardias. — Estaré en mis aposentos, si desean hacer guardia en la entrada, será por voluntad propia. Hasta entonces, no tengo ningún motivo para permanecer en el exterior. — Dio media vuelta sobre sus talones, antes de mirar a salomón quien no despegaba la vista de él.
— ¿Quieres explicarme lo que ha pasado?
— Nada que debas de saber. — Negó con un gesto de su mano. — Ve y da una vuelta; el comedor o la biblioteca. Esta última, de seguro os dará suficiente entretenimiento, para hacer la espera corta. Yo, por otro lado, deberé de enfocarme en terminar las cartas hacia la compañía.
Sin dejar que Salomón respondiera. Andreus continuo su marcha en dirección a sus aposentos. Siendo seguido por Sir yarce, quien no se alejó en ningún momento. Una vez dejado solo junto con el otro guardia. Miro a sus al rededor, sin estar seguro de hacia dónde ir. Por lo que empezó a vagar por el castillo, igual que alma condenada, siendo seguido, por una sombra con placas metálicas que soñaban con su paso. No hablaron, no interactuaron, solo caminaron.
Su recorrido a lo largo del castillo era una experiencia extraña, en especial, para alguien nacido bajo el sol implacable del desierto, donde la arena y la arenisca eran los colores que conocía. A sus ojos, las construcciones grises y sombrías del continente le parecían más una extensa prisión, que un lugar habitable. Al menos, en referencia a los reinos del norte donde sus contratos los habían llevado. Siendo las tierras de Darlgar y Varhad. Las cuales, siendo sus únicas diferencias, que el primero por sus bastas praderas para el cultivo y el segundo gracias a las cordilleras montañosas daban oportunidad de vetas de minerales, los cuales hacían competencia con la fabricación de armamento de los enanos. Pero aun ante esas diferencias, salvo sus colores, le seguían pareciendo iguales. Y ahora, adentrándose en el imperio. La región de Morven , le parecía igual que los anteriores reinos. Incluso preguntándose porque la disputa territorial, cuando las culturas ante su vista le parecían iguales.
Al final del pasillo, termino en la biblioteca. Había oído por parte de los sirvientes, que algunas antiguas familias solían guardar tesoros del conocimiento. Y pese a que el castillo de Morven no le parecía ser el sitio donde los libros tuvieran prioridad, no pudo evitar la curiosidad. En especial, cuando considero la posibilidad de volver a tener un libro de cuentos, en sus manos.
El pasillo que condujo a Salomón hasta allí permanecía en un silencio sepulcral, apenas perturbado por el eco de sus propias pisadas. Las antorchas titilaban débilmente contra las paredes de piedra, proyectando sombras alargadas que danzaban como espectros, jugando con su imaginación. Al llegar frente a la puerta de madera maciza, el olor característico a cuero viejo y pergamino mohoso le hizo dudar por un instante. Sin embargo, la biblioteca, a diferencia del resto del castillo, parecía relativamente bien conservada.
Las estanterías de madera oscura se alzaban imponentes hasta el techo, rebosantes de volúmenes encuadernados en piel que parecían haber sobrevivido el paso de los siglos. La disposición caótica de los textos evidenciaba que estos libros rara vez eran consultados. A través de las pequeñas ventanas, la luz se filtraba tímidamente, revelando motas de polvo que flotaban en el aire como diminutas estrellas.
Con curiosidad contenida, Salomón recorrió los estantes, deslizando sus dedos sobre los lomos desgastados sin atreverse a extraer ningún tomo. La idea de que alguno pudiera estar prohibido para forasteros le mantenía cauteloso. No podía evitar reflexionar sobre el contraste: mientras en el desierto la vida era una constante lucha por la supervivencia, aquí los nobles atesoraban conocimiento como si fuera oro.
Sus ojos vagaban entre títulos peculiares: "Historias de una noble aventurera" de una tal Hipo, "Cultura de Attre", "Linajes imperiales"... Ninguno captó verdaderamente su atención hasta que, cerca de la salida, un libro encuadernado en cuero con decorados verdosos llamó su atención. "Dioses y mitos del desierto", rezaba la portada. Al abrirlo al azar, una sorpresa le aguardaba: estaba escrito en su lengua natal. La escritura fluía como las dunas mismas, con sus características entonaciones iniciales y su disposición ondulante que emulaba los montículos de arena. La tentación de apropiarse del libro surgió fugazmente, aunque su moral la reprimió de inmediato.
Absorto en la lectura, sus dedos acariciaban las páginas mientras su mente vagaba entre las contradicciones. El texto hablaba de grandes minas y pozos de sal, de nobles reyes y prósperos mercaderes, de valerosos guerreros. Pero sus recuerdos pintaban una realidad muy distinta: una ciudad perdida en el desierto donde la muerte era compañera diaria, donde las drogas servían de escape a una existencia miserable, donde la corrupción y la violencia reinaban sin control.
El primer indicio de su presencia fue una sutil perturbación en el aire, seguida de un aroma que despertó recuerdos de su tierra: ámbar y canela, entrelazados con notas amaderadas que le recordaban a las caravanas de especias. Al alzar la vista, el tiempo pareció detenerse.
Ella se movía como la brisa del desierto: suave pero imparable, con una gracia que parecía fuera de lugar en aquella austera biblioteca. Su cabello oscuro caía en ondas controladas hasta los hombros, enmarcando un rostro que desafiaba las expectativas comunes de belleza. Pero fueron sus ojos los que capturaron a Salomón: de un inusual tono morado oscurecido, parecían contener la misma profundidad misteriosa que los pozos de agua en las noches sin luna.
El silencio entre ambos se extendió como un oasis en medio del desierto, hasta que ella se acercó a los estantes con pasos que apenas susurraban contra el suelo. Su presencia hizo que Salomón fuera dolorosamente consciente de su propia naturaleza: un guerrero del desierto en un santuario de conocimiento.
—¿Buscas algo en particular? —su voz era como seda sobre acero, suave pero con una autoridad innegable.
Salomón luchó por encontrar las palabras adecuadas, consciente de la distancia social que los separaba. —Solo estaba mirando —respondió, su voz áspera contrastando con la suavidad del ambiente—. He encontrado algo... familiar.
Una ceja perfectamente arqueada se elevó con interés, y sus ojos morados se posaron en el libro. —Ah, "Dioses y mitos del desierto". No esperaba encontrar ese texto aquí —hizo una pausa, estudiándolo con una intensidad que le hizo sentir expuesto—. Los caminos del conocimiento son tan impredecibles como los del viento, ¿no es así?
Su mirada recorrió su figura con un interés que iba más allá de la simple curiosidad: desde su cabello rojizo hasta sus ojos carmesí y su piel de ébano. Sin embargo, se abstuvo de hacer comentarios sobre su evidente origen, algo que Salomón agradeció silenciosamente.
La conversación que siguió reveló su posición como institutriz del heredero, responsable de su educación durante el próximo viaje. Cada palabra suya parecía medida, cada gesto calculado, y aun así, había algo en ella que despertaba en Salomón una curiosidad que iba más allá de la cautela habitual.
Al despedirse, se acercó lo suficiente para que su perfume volviera a envolverlo. A pesar de superarla en altura, Salomón se sintió vulnerable ante su presencia. Sus últimas palabras quedaron suspendidas en el aire como una promesa: "Enséñame sobre tu tierra cuando nos veamos." El roce accidental de su mano contra su pecho y su sutil sonrisa persistieron en su memoria mucho después de que la puerta se cerrara tras ella.
En otro tiempo y lugar, los pasillos del castillo parecían más fríos y solitarios mientras Andreus regresaba a sus aposentos, con Sir Yarce siguiéndole como una sombra metálica. Los estandartes de la casa Bellator, colgados en las paredes, parecían observarle con cada paso, inmóviles pero cargados de un pasado que pesaba incluso cuando se pretendía olvidado.
Desviaba la mirada al verlos, ignorando su presencia, ansioso, de poder irse cuanto antes del castillo de Morven y dejar de verlos. Por ello mismo, al doblar una esquina. Se encontró con una figura inesperada: Un joven de apenas quince inviernos, vistiendo ropajes nobles de tonos azules con líneas dorada, que contrastaban con su cabello oscuro y ojos brillantes, que, al verlo, deslumbraban una curiosidad inusual. El muchacho, lejos de mostrar la desconfianza o el desdén que Andreus había percibido en otros nobles, lo miraba con una expresión llena de entusiasmo genuino.
—¡Oh! Tú debes ser uno de los mercenarios —exclamó el joven, sus palabras brotando con la excitación de quien apenas descubre el mundo.
El entusiasmo del muchacho hizo que Sir Yarce se tensara visiblemente, pero el joven continuó hablando sin notar la incomodidad. —Padre mencionó que vendrían a escoltarnos. ¿Es cierto que has viajado por todo el continente?
Andreus sintió un nudo formarse en su estómago al reconocer los rasgos familiares en el rostro del chico. Esa línea definida de la mandíbula, esos ojos oscuros y profundos... Rasgos que había visto en los rostros de aquellos que, años atrás, habían marchado bajo el estandarte de la espada y el libro, arrasando su hogar.
—Mi señor —respondió Andreus con una cortesía estudiada, inclinando apenas la cabeza—. Sí, he viajado bastante.
—¡Fascinante! —El joven dio un paso adelante, ignorando la tensión palpable en el ambiente. Sus ojos brillaban de entusiasmo—. ¿Has estado en las ciudades élficas? ¿Es cierto que sus torres brillan bajo la luna? ¿Has visto…?
— Joven maestro, de Bellator —interrumpió Sir Yarce con tono firme—. Quizás no sea apropiado... — El guardia pronuncio las palabras con cuidado, sin ocultar la molestia y desconfianza que le daba, dejar al noble con el traidor.
El heredero lo calló con un gesto de la mano, un movimiento que le recordó a Andreus dolorosamente a su propio hermano antes de que todo se desmoronara. —Por favor, Sir Yarce. Es raro tener visitantes que hayan visto tanto del mundo. Además, si va a ser nuestro escolta, ¿no es lógico conocerlo mejor?
Andreus mantuvo su expresión neutra, pero por dentro, sentía que cada palabra del muchacho era en sí misma, dolorosa e irónica. Siendo esta última evidente: ahora debía proteger al hijo de aquellos que habían destruido todo lo que amaba.
—He visto muchas cosas en mis viajes, mi señor —respondió con cuidado, su tono más mesurado—. Pero me temo que las historias tendrán que esperar. Hay preparativos que requieren mi atención.
El joven pareció decepcionado, pero asintió con la dignidad de alguien acostumbrado a recibir deferencia. —Por supuesto. Pero espero que durante el viaje puedas contarme más. Debe ser emocionante vivir así, libre para ir donde el viento te lleve.
La palabra "Libre" hizo que Andreus la considerara con amargura. Pensando con molestia lo que significaba para él. — "'Si supieras que tu libertad se construyó sobre las cenizas de la mía."'— Pero en lugar de dejar escapar esos pensamientos, simplemente inclinó la cabeza.
—Como desees, mi señor.
El joven heredero lo observó por un instante más antes de girarse hacia Sir Yarce, quien, tras una inclinación respetuosa, le siguió mientras ambos se alejaban por el pasillo.
Andreus se quedó allí unos segundos más, su mente vagando inevitablemente hacia el pasado. Una sensación de molestia le invadía como un breve escalofrío. Su hermano menor, tenía la misma edad cuando ocurrió todo. Siendo, por ende, la viva imagen de aquella inocencia en sus ojos, esa sed de aventuras y pasión desenfrenaba que generaba una fuerte calidez con cada paso que daba, hasta que se terminó en el momento que las llamas lo consumieron todo.
De vuelta en la soledad de su habitación, agradeció la ausencia de compañía porque en ese momento, dejó caer la máscara que había mantenido durante el encuentro. Se quitó los guantes con movimientos bruscos y observó la cicatriz en su palma derecha, un recordatorio del juramento que había hecho sobre la tumba de su madre: Encontrar a su hermano y restaurar su hogar.
—Perdóname, madre —susurró a la oscuridad de la habitación—. Pero debo mantener esta máscara un poco más. El honor puede esperar, la venganza puede esperar. Por ahora, solo importa la supervivencia.
Soltó una breve risita al pensarlo, a medida que buscaba un lugar donde sentarse. Cerca de la ventana, pudo visualizar al joven heredero practicando con la espada bajo la atenta supervisión de Sir Yarce. Las imágenes de aquel mismo patio, años atrás, donde otros nobles planearon la caída de su familia, cruzaron su mente. La historia parecía empeñada en repetirse, solo que esta vez él estaba del otro lado, el protector, no el perseguido.
Un cuervo graznó en la distancia, rompiendo el silencio. Andreus sonrió con amargura. Los cuervos siempre habían sido presagio de muerte y desdicha, pero para él, últimamente, no eran más que testigos silenciosos de una historia interminable. Una historia que, tarde o temprano, cambiaría. Siendo por ello que dedico sus pensamientos a su hermano Ragnar. Aquel hijo de otra madre, que era su única familia ahora, volviendo agradecerles a los dioses, que no se encontrara presente, porque de haberlo estado, no habría apoyado lo que pensaba hacer.
El viento del Este soplaba con una suavidad engañosa, cargado de un frío que anunciaba el otoño venidero. La caravana avanzaba a paso constante por un antiguo sendero imperial, flanqueado por altos cipreses que delimitaban el camino como centinelas eternos. Para Salomón, acostumbrado a los parajes áridos del desierto, la abundancia de verdor y la majestuosidad de las montañas circundantes seguían siendo un espectáculo extraño pero fascinante. Sus ojos, habituados a la infinidad de las dunas, ahora se perdían entre las sombras que los árboles proyectaban sobre el camino.
Andreus, por su parte, cabalgaba algunos pasos más atrás, su mirada alternando entre el paisaje familiar y la figura del joven Nandor. Cada vez que observaba al heredero, un torbellino de emociones contradictorias agitaba su interior. Veía en él la misma inocencia que una vez había caracterizado a su hermano menor, la misma sed de conocimiento que él mismo había tenido antes de que las llamas consumieran su hogar. Sin embargo, cada vez que el estandarte de la casa Bellator ondeaba sobre la caravana, sentía que su cicatriz en la palma ardía, recordándole el juramento hecho sobre la tumba de su madre.
—Las montañas del norte son diferentes a las del sur —comentó Nandor un día, girándose sobre su montura para mirar a Andreus con genuina curiosidad—. ¿Has estado en ambas regiones? Los libros dicen que las del norte son más escarpadas, pero...
—Lo son —respondió Andreus, sorprendiéndose a sí mismo por la suavidad en su voz—. Las montañas del norte fueron talladas por gigantes antiguos, según las leyendas. Las del sur fueron modeladas por dragones.
Los ojos del muchacho se iluminaron con ese brillo particular que solo el conocimiento puede encender. —¿Dragones? ¿Has visto alguno?
"Tu familia vio arder mi hogar como si hubiera sido atacado por uno", pensó Andreus, pero en su lugar, respondió: —Los dragones son como los imperios, joven señor. Dejan sus marcas en el mundo mucho después de su paso.
Cerca de ellos, Salomón e Ilsa mantenían su propia danza de acercamientos y distancias. La institutriz había comenzado a mostrar pequeñas grietas en su fachada de perfecta compostura, especialmente durante los atardeceres, cuando el sol teñía el cielo de tonos que recordaban a las puestas de sol del desierto.
—El conocimiento del imperio es vasto —comentó ella una tarde, mientras examinaba unos pergaminos para la lección del día siguiente—. Pero hay sabidurías más antiguas, ¿no es así, Salomón?
Salomón la miró con intensidad, notando cómo el viento desordenaba un mechón de su cabello. —En mi tierra, el conocimiento se transmite en las historias que contamos alrededor del fuego. Cada cicatriz guarda una lección, cada duna un secreto.
—¿Y qué secretos guardan tus cicatrices? —preguntó ella, con una curiosidad que trascendía lo académico.
Antes de que él pudiera responder, Andreus se acercó, con el rostro tensado tras su conversación con Nandor. La lucha interna era evidente en sus facciones.
—El chico tiene potencial —murmuró, más para sí mismo que para sus compañeros—. Hace las preguntas correctas y busca entender más allá de lo superficial… pero cada vez que lo miro…
Salomón intentó acercarse a Andreus, pero éste lo observó con una mirada vacía antes de sacudir la cabeza. Negó cualquier intento de su amigo por acercarse y, con un tono distante, dijo: —Me adelantaré para verificar el camino, pronto anochecerá. Sin esperar respuesta, el imperial se alejó, avanzando hasta perderse entre los árboles.
No pasó mucho tiempo antes de que Yarce, el caballero, se acercara para detener a los demás.
—Acamparemos aquí —anunció con su habitual tono autoritario.
—Mi señor, hay un arroyo cercano; sería un mejor lugar para el campamento —sugirió un escolta.
Yarce negó con un ademán severo. —Es una orden —masculló, girando su caballo hacia sus hombres. Pero antes, sus ojos se encontraron con los de Salomón, quien lo miraba con un desafío silencioso.
—Mi amigo está ahí afuera. Volverá pronto —dijo Salomón, sin apartar la mirada.
—Pues más le vale llegar antes de que anochezca. No enviaré a mis hombres a buscar a un traidor.
Salomón llevó una mano al cinto, conteniendo el impulso de responder a las constantes insinuaciones y miradas hostiles. Aunque había soportado los insultos por respeto a Andreus, quien nunca dejaba entrever su ira, esta vez el deseo de enfrentarse al caballero se hizo casi palpable. Sin embargo, la presencia de Ilsa, con su mirada violeta fija en él, expectante, lo disuadió.
—Esperaré a mi amigo antes de montar el campamento —respondió con calma.
—Dormirás en el carromato, entonces. No permitiré que compartas tu… presencia con mis hombres —sentenció Yarce, sin volverse a mirarlo ni siquiera para dirigir una palabra a Ilsa, quien, a pesar de todo, también era parte de su responsabilidad.
Y así, mientras los soldados preparaban el perímetro para el campamento, Salomón e Ilsa observaban, conscientes de que, en medio de esa caravana, ambos seguían siendo extraños. Ilsa fue quien reacciono primero, acercándose al guerrero, posando una mano sobre la suya. Salomón, en ese instante, soltó la empuñadura de su espada antes de verla.
— Lo siento. Debería de haber sido más correcto.
— Proteges a un amigo. — Mostro una leve sonrisa antes de cambiar a la característica línea recta en su rostro y con ello, soltando su mano. — Muy pocos son afortunados de tener quien vele por su seguridad.
—Habría considerado, que te tratarían con mayor respeto. Cuidas al heredero.
Ilsa lo miro por unos instantes, antes de ver a su alrededor.
— Para ellos, igual que tú. Solo soy otra extraña, ¿Importante? Quizá, pero solo en la medida en que nadie note que estoy aquí. —Hizo un gesto para que caminaran juntos, y él la siguió, intrigado—. Llegué aquí hace dos años, un día cualquiera, igual que hoy. Vagaba entre pueblos sin rumbo, observando, aprendiendo. Era una errante.
Salomón arqueó una ceja.
— ¿Fue así como el señor de Bellator te encontró?
—Por decirlo de alguna manera. —Ella hizo una pausa, mirando al suelo y luego a las carpas del campamento que poco a poco se iban alzando—. Él llegó a una aldea durante uno de esos paseos anuales que tan pocos nobles hacen. Casi nadie lo recuerda, pero el emperador ordena que sus regentes recorran sus tierras cada año. Tal vez para recordarse a sí mismos a quienes gobiernan. Tal vez solo para ser vistos. — Llevo ambas manos al vientre, entrecruzando sus dedos.
Salomón notó cómo ella hablaba de Lord Bellator sin ningún respeto aparente, como quien se refiere a alguien distante e indiferente. Recordándole por un segundo, la actitud de Andreus a lo largo del viaje.
—¿Y cómo terminaste como institutriz de su hijo?
—Digamos que tuve suerte. —La mirada de Ilsa vagó hasta donde descansaba el carromato de Nandor, pero sus ojos tenían un tono distante—. Tal vez Lord Bellator creyó que alguien como yo, alguien… diferente, sabría qué enseñarle. O simplemente, que no me atrevería a cuestionar nada. De un modo u otro, me gane la oportunidad de vivir en el castillo, a cambio de enseñarle al joven sobre el mundo. Pero, igual que cualquier persona, el alcance de lo que uno sabe, es de cuanto ha podido aprender. Me temo, que pronto no tendré nada más que darle al joven antes de entregarle a la corte.
La respuesta no convenció del todo a Salomón, pero decidió no presionar.
—Y, aun así, has decidido quedarte. — Entrecerró los ojos un instante antes de suspirar. — No será fácil separarte del chico, aunque no entiendo por qué los obligan a ir a la capital.
— Tradición. Se pide que todos los hijos de los nobles y señores deban ir a la capital imperial para ser instruidos en la política, guerra e historia, volverán a sus hogares una vez siendo mayores. Una forma de instruirlos y también de mantener el control sobre sus padres. Si alguno duda o decide ir contra el emperadore, sus hijos son quienes pagaran las consecuencias en el acto.
Salomón no respondió, incluso llego a dudar al respecto.
— Debe ser difícil decidir ante ello.
Ilsa asintió levemente antes de ver el bosque.
—Decidir es una palabra generosa —respondió ella, con una sonrisa triste—. Algunos aprendemos a sobrevivir dentro de las paredes que se nos imponen, Salomón. Aquí, la lealtad es valiosa, pero los secretos lo son aún más. —Hizo un gesto vago hacia su peinado, acomodando unos mechones que caían sobre sus orejas, como si el viento le recordara lo que debía ocultar.
Salomón la observó detenidamente, como si intentara desentrañar lo que quería decir, pero fue incapaz de logarlo. —¿Eres leal a Nandor? —preguntó en voz baja.
—Lo soy, en la medida de lo posible. —Ilsa bajó la mirada, luego volvió a dirigirla al horizonte, hacia donde las luces del castillo apenas se veían en la distancia, siendo meramente destellos distantes—. Hay en él… algo que todavía me inspira esperanza. Pero otros… —sus ojos parecían oscurecerse—. Otros, como el señor Bellator, olvidaron hace tiempo lo que significa velar por los suyos. Es fácil olvidar cuando nunca has sido el extraño.
Salomón escuchó en silencio, y tras una pausa, Ilsa retomó la palabra con un tono casi amable.
—Dime, Salomón. — Sus ojos se encontraron con los del errante, quien le costaba mantenerle la mirada. — ¿Dónde está tu lealtad? ¿A quién o a qué te debes?
La pregunta lo tomó por sorpresa. Notó el brillo de interés en sus ojos, y respondió con franqueza.
—No tengo un lugar fijo. Mi lealtad está en las personas, no en las tierras —murmuró, con una sonrisa breve. — No tengo un hogar al cual regresar, y ahora, solo sigo a quienes puedo considerar mi familia.
Ilsa asintió, reconociendo sus palabras con un gesto leve.
—Las personas... —repitió, con un tinte de nostalgia en su voz—. A veces, son ellas quienes nos dan un lugar, no al revés. —Sonrió brevemente, antes de volver a su actitud reservada.
Quedaron en silencio, cada uno con sus pensamientos. Ella no dijo nada más, solo agradeció al errante por su tiempo antes de despedirse con un gesto leve para volver al campamento, dejándolo solo en el borde del bosque, observándola mientras se alejaba. Se preguntaba qué sería lo correcto hacer a continuación. Toda aquella experiencia le resultaba extraña, y aún más cuando pensaba en Andreus, quien en todo ese tiempo no hablaba cada vez que le preguntaba los motivos por los que lo señalaban o acusaban. Este solo negaba cortésmente antes de volver a sus estudios o, en cambio, se acercaba al joven heredero para enseñarle mil y una cosas cada vez que este le preguntaba. Jamás dudaría de Andreus, siendo un líder y amigo, pero al ver a su alrededor, se cuestionaba si era el lugar adecuado.
Antes de siquiera dar un paso de regreso al campamento, una mano lo tomó de la boca antes de adentrarlo en el bosque. En un breve forcejeo contra su atacante, ambos terminaron cayendo al suelo, rodando a lo largo de una breve colina hasta que un par de árboles se encargaron de evitar que continuaran. Fue un golpe seco el que los detuvo. Antes de arriesgar la ventaja, intentó buscar su espada entre las penumbras, siendo difícil ante los últimos resquicios del sol, antes de que las sombras comenzaran a cubrir el bosque entero. Gruñó por un momento hasta que sintió un objeto metálico entre sus dedos, pronto convirtiéndose en una empuñadura. Al momento de agarrarla, pudo sentir cómo las hojas cortantes de la maza se posicionaban cerca de su mejilla.
—Tómala y acabarás como los otros —La voz sonaba fatigada, pero ante todo, seguía notándose el acento imperial en ella.
—¿Otros? ¿Qué?
Al oírlo, Salomón alzó la cabeza con cuidado, evitando cualquier movimiento brusco, solo para encontrarse entre la penumbra con un par de ojos azules que lo observaban. Aun ante la noche, podía distinguirlo con cierta dificultad. Andreus tenía una mano posicionada sobre su capa, la cual cubría gran parte de su cuerpo, notándose algunos rasguños y cortes en ella. En su aliento podía visualizar el humo blanco que emanaba ante el frío de la noche, al igual que el pequeño temblor en su mano izquierda, y cómo una gran mancha emergía de ella.
—¿Andreus? ¿Qué ha pasado?
Andreus no respondió en el momento, tomándole unos segundos hasta poder reconocer a Salomón. En ese instante, el cansancio se apoderó de él y se arrodilló ante su hermano de armas. El olor a mugre, sangre y tierra se mezclaban en el aire, haciendo que Salomón arrugara la nariz antes de tomarlo entre sus brazos.
—Mercenarios —fue la primera palabra que dijo, antes de intentar controlar su respiración para hablar con calma—. Pensaba que eran bandidos comunes. Querían robarme el caballo, pero al notar sus armaduras lustradas y armas cuidadas, me di cuenta de mi error. —Tragó saliva con cierta dificultad antes de intentar ponerse de pie, pero el cansancio ya había comenzado a llegar—. Perdí a mi corcel antes de terminar vagando por el bosque. Creí que... que...
—Respira un momento —lo ayudó a ponerse de pie con dificultad; el terreno no favorecía el momento, ni el dolor que comenzaba a emerger de los pequeños rasguños por la caída—. ¿Qué creías?
—Que era tarde. Vendrán a atacarnos, lo sé. Escoltamos a un heredero, eso es motivo suficiente para querer arriesgarse a asaltarnos.
—Hay que avisarles a los guardias —fueron las primeras palabras en emerger de su boca, haciéndole sentir extraño por dicha frase, hasta que se dio cuenta de que su preocupación no partía sobre el chico o el contrato de escolta. Era algo más, alguien más—. Debemos prepararnos para la lucha.
—No —lo detuvo con un golpecito en el pecho antes de hacer que lo siguiera.
Ambos caminaron un par de pasos, adentrándose un poco más en el bosque, hasta llegar a una pequeña sección donde había menos árboles, siendo por ello que la luz de la noche era mayormente visible gracias a la luna llena. Ahí ambos lo vieron con cierto horror, al menos por parte del errante, porque el imperial solo observó en silencio.
—¡¿Qué mierda es eso?! —Por un acto impulsivo, Salomón se llevó la mano hasta la boca, tapándose la nariz ante el hedor a carne putrefacta y corrosión. Ante ellos, una criatura deforme que caminaba en cuatro extremidades arrastraba los restos de un cuerpo con sus dientes afilados; sus ojos de un fuerte amarillo destellante observaban el cadáver con éxtasis a medida que se lo llevaba al interior del bosque, dejando tras de sí un rastro de órganos, vísceras y carne expuesta, hasta que los ojos desaparecieron en la oscuridad.
—Ghouls —dijo Andreus con total calma, a medida que masajeaba su mano izquierda—. Debe haber una madriguera cercana. Aparecieron en medio del conflicto.
Salomón no respondió; sintió cómo cada parte de su cuerpo era incapaz de moverse luego de haber visto algo así. Sintiendo ganas de vomitar ante lo visto, tuvo que cerrar los ojos por primera vez en años antes de inhalar y exhalar hasta calmarse. En todo ese tiempo había visto asedios acabar con ciudades, luchas en campos abiertos en medio del destello de las armas de asedio e incluso incendios tan grandes que parecían alcanzar montañas al momento de arrastrar bosques enteros. Pero en ningún momento había visualizado una bestia igual, solo rumores e historias que tomaba por habladurías de pueblerinos, pero ahora, ante él, descubría un nuevo enemigo.
—¿Cómo? ¿Por qué?
—Olvido que es la primera vez que ves uno —Andreus comenzó a caminar hasta el pequeño descampado y, usando una rama suelta, empezó a hacer un agujero en el suelo—. Has estado dos años con nosotros, pero las regiones que hemos estado, desde el norte hasta el suroeste, han sido dominadas casi en su totalidad por el hombre —hablaba en un tono formal; aun ante el dolor de su cuerpo, eso no impedía su actitud académica a medida que continuaba con la actividad física—. Muchas son las bestias que se han ocultado o desaparecido de su hábitat —habló lentamente, hasta asegurarse de las dimensiones del agujero, antes de comenzar a arrastrar el resto de la carne a su interior con el palo—. Pero siguen existiendo. Llámalo una mezcla de suerte al haber viajado por esas zonas, en especial al haber estado viajando durante el inicio del invierno, momento donde la mayoría se esconden en los lugares más oscuros hasta el inicio de primavera, para salir a cazar.
—¿Por qué hace eso? —Salomón caminó lentamente hasta Andreus, aun intentando comprender lo visto.
—Son carnívoros; el olor a sangre llamará a más de ellos, incluso peores —Una vez terminó de sepultar la carne, asintió antes de buscar un lugar donde sentarse.
—¿Peores?
—Sí. Brujas de los bosques, huargos, trasgos y demás derivados —Sus ojos se encontraron con los de Salomón, quien cada vez más lo veía con cierto horror—. Necesito que prestes atención.
—Lo-lo que sea —respondió más ante el tono autoritario de Andreus que por decisión propia.
—Existen muchos peligros en estos bosques. No solo bandidos y bestias salvajes. El más mínimo acto que pueda perturbarlos hará que aparezcan. Necesito que vuelvas al campamento y te asegures del bienestar del chico. Cuando sea el momento, te buscaré en el campamento para salir a ocuparnos de los mercenarios. No podemos dejar que la lucha aquí llame a más bestias.
—Estás herido, debemos curarte antes.
—Puedo ocuparme de eso yo solo. Ve y prepárate para la vigilia, no dudarán en atacarnos.
—¿Qué piensas hacer?
—Ocultar nuestro rastro.
Los ojos de Andreus observaron detenidamente a Salomón, en espera de que este comprendiera la importancia de sus palabras. Salomón asintió ante Andreus antes de volver de regreso al campamento, tambaleándose levemente en un intento de calmarse; no sería su primera lucha, pero había algo que le incomodaba. Siendo por ello que, al estar perdido entre sus pensamientos, al regresar seguía viendo el bosque. Un guardia lo detuvo ante su apariencia desaliñada y desorientada, pero solo lo evitó al poner alguna excusa de haberse caído mientras hacía sus necesidades, suficiente para ingresar de nuevo, con una mirada ansiosa a todo lo que le rodeaba.
Atravesó el campamento, igual que un espectro. Sus pasos inseguros, lo llevaron cerca de la fogata central, donde varios guardias se reunida al alrededor mientras conversaban en voz bajan o compartían un cuenco de estofado, para menguar el peso del frio. Pero al verlo caminar entre ellos, lo susurros y miradas comenzaron a seguirlo. Hizo lo debido en ignorarlos, en lo que mantenía la mirada puesta en sus alrededores, preguntándose cuanto tiempo tendrían, pero, sobre todo, se preguntaba cuando volveria Andreus.
Sus pensamientos, poco sirvieron, cuando el frío de la noche se colaba bajo su ropa, haciéndole más consciente de cada magulladura y rasguño. Haciendo que llegara a soltar un pequeño gruñido ante ello, pero en su mente, aun recordaba la criatura que habían visto. Haciendo que un sudor comenzara a recorrerlo. Creyó haber llegado a su tienda, en busca de sus cosas, pero en realidad, era un lugar diferente, en especial, cuando noto el suave resplandor de una lampara de a aceite se filtraba por la lona. Dentro, Ilsa estaba sentada ante su escritorio, rodeada de libros y pergaminos antiguos. Al verlo entrar, alzó la vista de sus anotaciones, sus ojos agudos estudiándolo por un momento, visualizándolo de arriba hacia abajo, antes de cerrar con cuidado el libro frente a ella.
—Algo te ha perturbado —observó con voz calma, marcando la página con una cinta de tela antes de levantarse—. Estás pálido.
Salomón intentó responder, pero las palabras se negaron a salir. Aún más por la confusión de porque había ido a parar allí, antes que, en su tienda, pero Ilsa lo estudió en silencio, su mirada registrando cada detalle de su estado.
—Siéntate —indicó, señalando una silla junto a su escritorio—. Traeré algo para esas heridas.
Él obedeció mecánicamente, dejándose caer en la silla mientras observaba a Ilsa moverse por la tienda con precisión estudiada. Sus movimientos eran fluidos, metódicos, como los de alguien acostumbrado a catalogar y organizar conocimiento. De un baúl extrajo vendas limpias y un pequeño frasco de cristal.
—Es un ungüento de caléndula y romero —explicó mientras humedecía un paño limpio—. Los antiguos textos medicinales hablan de sus propiedades curativas. Aunque la raíz élfica suele ser mayormente utilizada por su facilidad.
Sus dedos eran fríos pero gentiles mientras limpiaba los rasguños en su rostro. El aroma de las hierbas llenó el aire entre ellos. Haciendo que, por un breve instante, ambas miradas se entrecruzaran por un momento. El violeta de los ojos de ella y el carmesí de salomón, pese a su forma reservada y por momentos enigmática, Ilsa lo miro un instante más, antes de dejar el cuenco y el paño a un lado.
—Deberías comer algo —murmuró ella, sus ojos fijos en su tarea—. El shock puede drenar las fuerzas de un hombre tanto como una herida. Y ya llevo demasiado tiempo entre hombres, para saber cuándo necesitan algo sin decirlo.
Antes de que pudiera negarse, Ilsa ya se había movido hacia un rincón de la tienda, regresando con pan, queso y una pequeña olla que colocó sobre un brasero.
—Es té de hierbas —explicó mientras servía el líquido humeante en dos tazas de cerámica. Salomón la miro con extrañeza, acto que ella al verlo movió la cabeza de un lado al otro— Nandor, solía ser inquieto en las noches, su padre poca atención le prestaba ante sus terrores nocturnos, por lo que solía ir a mi habitación. — Tomo la taza de forma delicada, antes de verlo un momento más. — Él té, ayuda a dormir y aliviaba largas veladas, en vela.
Salomón no respondió ante ello, solo asintió antes de compartir la simple cena que la habían traído. El silencio comenzó a extenderse entre ambos, siendo en un inicio incomodo, hasta que se tornó comprensible. Llegando a escuchar a través de la lona de la tienda, los sonidos del campamento llegaban amortiguados: el murmullo de conversaciones lejanas, el ocasional relincho de un caballo, el crepitar de las fogatas.
Sea producto del silencio o del momento, Ilsa lo volvió a mirar un momento más.
— ¿Deberé de preocuparme, por el motivo de tus heridas?
— Yo. — Dejo de responder ante su pregunta. Ni siquiera estaba seguro de porque había venido, pero algo en él, quería verla.
— Si es tu forma de decirme, que querías pasar tiempo juntos. Hay otras mejores.
Salomon no respondio, por algun motivo, al verla, se sentia pequeño, de la misma forma que al estar juntos en la biblioteca por primera vez, hacia una semana. En todo ese tiempo, no entendía que le pasaba, aunque en realidad, no entendía nada de aquellas tierras. Ni sus costumbres, ni sus leyes o personas, y, sobre todo, sus peligros. Nada de ello, se acercaba mínimamente a las historias que solía leerle el viejo Ashax, siendo ese sentimiento de extrañeza, el cual, solo había aumentado desde que puso un pie en ese continente.
— Extraño, mi hogar. — Las palabras salieron por si solas, haciendo que se sintiera incomodo, llegando a tomar la taza con ambas manos. Ilsa solo arqueo la ceja por un momento, pero no interrumpió. — Tus ojos, su color, me recuerdan al desierto.
— ¿Por qué? — Ilsa solo volvió a tomar el té, si había algún rastro de incomodidad, no lo demostró. La misma apariencia reservada y aquella mascara de serenidad, se mantenían en todo momento.
— Nos enseñan, que aquello que brilla con la intensidad del oro, no lo es en realidad, que es peligroso. Pero, ante ti, no siento ese peligro. — No llego a entender sus palabras, si quiera, si sabía lo que decía, pero encontraba en ella, una extraña confianza que le alentaba a sentirse seguro.
— Sera mejor, que tengas cuidado en quien depositas tu confianza. — Coloco la taza sobra la mesa, con un cuidado, sin apartar la mirada. — En especial, lo que sientes. — Sus ojos se mantuvieron firmes sobre los de él. — O, en quienes sigues. — Llevo ambas manos sobre su regazo. — Sera mejor, que vayas a dormir.
Salomón quería decirle que se negaba, que, en todo ese tiempo, se sentía a salvo, pero solo asintió ante las ordenes de ella, antes de ponerse de pie torpemente y agradeciendo tímidamente, antes de marcharse. Ilsa lo siguió con la mirada hasta que la tela evito el exterior, espero un poco más, hasta no ir los pasos del guerrero, momento en el cual, llevo la mano hasta su corazón y exhalo profundamente antes de soltarlo completamente. Su mirada se tornó nostálgica por un instante, antes de negar con la cabeza y retomar sus estudios, abriendo el libro sobre el cual trabajaba, titulado “Linajes imperiales” y, deslizando su dedo hasta la página enmarcada, recitando las palabras que allí decían: — “Guardianes del conocimiento y guías de la veracidad” — dijo con total calma, el lema de la casa Tenerius.
Afilaba con cuidado su espada, el tono plateado llegaba a destellar ante las chispas de la fogata. Gran parte de los guardias ya se habían ido a dormir, dejando a unos pocos en guardia. Quienes llegaba a visualizar en como recorrían de un lado al otro el perímetro del bosque, antes de volver al inicio. Tal vez era la confianza del territorio o de la embriaguez que era palpable en sus movimientos, por lo que llegaba a verlos portando de forma ineficiente sus armas. Poco podía hacer al respecto, ante ellos, no era más que un extraño de otra tierra que poco sabría de cómo usar un arma, incluso, cuando intento advertirles de lo mencionado por Andreus, prefirieron insultarlo bajo las palabras: — Un hijo del Bruto, jamás tendrá posibilidad de ser escuchado. — Llego a arquear la ceja y mirarlos con extrañeza al no entender si era un insulto en si o una amenaza, por lo que prefirió hacer su vigilia en silencio; sentado al lado de la hoguera, desde donde llego a ver como Nandor se preparaba para dormir y un último vistazo a Ilsa quien llego a verlo de reojo antes apagar la lampara de aceite.
Ahora, estaba solo nuevamente, lustrando la espada con cuidado, preguntándose si tendría que usarla próximamente. No le molestaba la idea de emplearla, pero, la sensacion de hacerlo dentro del campamento, poco ayudaba a su incomodidad. Intentaba recordarse a sí mismo, que era un soldado, pero al estar en ese lugar, su mirada llegaba a desviarse hasta la tienda de Ilsa. Ante ello, decidió sentarse ante esa carpa para no verla, centrando su vista en el bosque, expectante de lo que saldría de él, llegando a cuestionar sobre el estado de Andreus.
Decidió adentrarse en el bosque en cuanto las llamas se apagarán; solo tendría que mantener los ojos abiertos un poco más, aunque la pesadez en sus párpados no hacía más que aumentar. El frío de la noche lo obligó a colocarse su capa sobre los hombros, pero de poco sirvió aquel confort cuando su vista comenzó a nublarse. En cuestión de segundos, el sueño afloró, recordando demasiado tarde las palabras de la institutriz sobre el té.
Hacía tanto que no soñaba, que todo lo que llegaba a recordar era un velo negro, una pausa en el tiempo antes de volver a despertar. Esta vez fue diferente. El sueño lo arrastró a las profundidades de su mente como arena movediza, y allí, en ese espacio entre la consciencia y la oscuridad, se encontró de nuevo en el desierto de su infancia. El sol ardía sobre su cabeza, pero no había calor, solo una luz cegadora que hacía brillar la arena como si fueran fragmentos de cristal roto. Intento apartar la mirada del cielo, mirando a su alrededor, la nada mas allá que un vasto desierto.
Emprendió a caminar sin rumbo, sus pies hundiéndose en la arena con cada paso. A lo lejos, una figura familiar: El viejo Ashax, llevando en sus manos, la capa de terciopelo rojizo, con el bordado del oso en las manos. Notando como el anciano la tomaba con ambos brazos, junto con una mirada nostálgica. Intento llamarlo, pero su voz se perdió en aquel vacío. Siendo por ello, que intento acercarse, solo para notar como se alejaba cada vez. Hasta que, en el horizonte, su silueta se fundió en la inmensidad del desierto.
El cielo comenzó a oscurecerse, no por la noche, sino por un manto de humo que descendía como una mortaja. El aire se volvió espeso, difícil de respirar. Entre la bruma, unos ojos violetas lo observaban, familiares y a la vez diferentes a los de Ilsa. Estos brillaban con una intensidad sobrenatural, como brasas en la oscuridad.
— “El fuego purifica"—, susurró una voz que parecía provenir de todas partes y de ninguna. —"El fuego revela". — Volvió a decir aquellas voces en un fuerte unisonó, hasta que una resonó con mayor fuerza. — “Por la orden, por la rosa y por las llamas; tomadlos y matad al resto”
La arena bajo sus pies comenzó a arder, transformándose en vidrio negro. Las llamas surgían de la tierra como dedos hambrientos, alcanzando el cielo, formando una jaula ardiente a su alrededor. En medio del caos, distinguió dos siluetas siendo arrastradas por sombras: una pequeña, que se debatía con la fuerza de la juventud, y otra que mantenía la dignidad incluso en la derrota.
—¡Salomón! —La voz atravesó el velo del sueño como una flecha. No deseó reaccionar, pues una parte de él sabía que despertar significaría enfrentar algo peor que cualquier pesadilla.
—¡Salomón! ¡¿Dónde estás?! —La voz de Andreus cortó la noche como una daga, urgente y seca.
Sus ojos se abrieron de golpe. A su alrededor, la pesadilla se había materializado en la realidad. El campamento ardía, las tiendas convertidas en antorchas gigantes que iluminaban la noche con un resplandor infernal. Los gritos de batalla y terror se mezclaban con el crepitar de las llamas. Intentó ponerse de pie, pero una fuerte pesadez, residuo del té somnífero, encadenaba sus miembros.
—¡Por todos los dioses, muchacho! —Andreus emergió de entre el humo, su rostro manchado de hollín y sangre. Con un tirón poderoso, lo ayudó a incorporarse—. ¡Se los han llevado! ¡Los bastardos se llevaron a Ilsa y al chico!
A través de la cortina de humo y las lenguas de fuego, Salomón alcanzó a ver un grupo de jinetes perdiéndose en la oscuridad del bosque. El último de ellos llevaba dos bultos sobre su montura: uno pequeño que se retorcía como un pez fuera del agua, y otro más grande que permanecía inmóvil, su cabello castaño brillando bajo la luz de las llamas como un estandarte de derrota.
El miedo se apoderó de Salomón como un puño helado apretando sus entrañas. Buscó instintivamente su espada, pero a su alrededor solo se extendía el caos. Las llamas devoraban el campamento, proyectando sombras danzantes contra los árboles del bosque, de donde emanaban gruñidos que helaban la sangre. Los soldados supervivientes luchaban con desesperación contra los mercenarios, que protegían la retirada de los jinetes. Sir Yarce, con su armadura manchada de sangre y hollín, rugía órdenes mientras su espada mantenía a raya a los asaltantes, quienes combatían con sonrisas vacías y ojos muertos.
Andreus recogió una espada del suelo y se la arrojó a Salomón. —¡Debemos rescatar al heredero! —gritó por encima del estruendo de la batalla.
—¿Qué hay de Ilsa? —La voz de Salomón sonaba espesa, todavía luchando contra los efectos del somnífero.
Andreus lo tomó por la barba, sus ojos brillando con furia y urgencia. El sonido de su bofetada resonó como un latigazo. —Si no rescatamos al chico, ella morirá. Es así de simple.
Como si fuera una señal, un aullido desgarrador cortó la noche. Los Ghouls emergieron del bosque en una marea de garras y colmillos, sus chillidos sobrenaturales mezclándose con los gritos de terror. Los soldados heridos intentaron arrastrarse lejos de las criaturas, pero fueron arrastrados hacia la oscuridad entre alaridos de agonía. Los mercenarios ni siquiera miraron cuando sus propios compañeros caían bajo las garras de las bestias, concentrados únicamente en su objetivo: los hombres que portaban la insignia de la casa Bellator.
—¡Los caballos! —rugió Andreus, señalando hacia donde varios corceles de los mercenarios se agitaban, presas del pánico. Un soldado intentó montar uno, solo para ser arrojado al suelo y pisoteado hasta quedar inmóvil.
Andreus y Salomón se abrieron paso a través del campo de batalla, esquivando combatientes y saltando sobre cuerpos caídos. Un Ghoul se lanzó hacia ellos, pero Salomón lo recibió con un tajo limpio que separó su cabeza del cuerpo. La criatura se desplomó, su sangre negra mezclándose con el barro y las cenizas.
—¡TRAIDORES! —El rugido de Sir Yarce los alcanzó cuando estaban a mitad de camino hacia los caballos. El caballero, cubierto de sangre de pies a cabeza, se interpuso en su camino, su espada apuntando acusadoramente—. ¡Esto es obra vuestra! ¡Conspirasteis con estos bastardos!
—¡No hay tiempo para esto! —gritó Andreus, empujando a Salomón hacia un lado mientras esquivaba un mandoble de Sir Yarce—. ¡Se alejan con cada segundo que perdemos!
Salomón rodó por el suelo y se incorporó de un salto, aprovechando que un grupo de Ghouls atacó por el flanco, distrayendo momentáneamente a Sir Yarce. Andreus aprovechó la confusión para derribar a un mercenario que se interponía entre ellos y los caballos.
—¡COBARDES! —La voz de Sir Yarce los persiguió mientras montaban—. ¡QUE LOS DIOSES OS MALDIGAN!
Los cascos de sus monturas levantaron una lluvia de barro y cenizas mientras galopaban hacia el bosque, siguiendo el rastro de los secuestradores. Detrás de ellos, las maldiciones de Sir Yarce se mezclaban con los sonidos de la batalla, los aullidos de los Ghouls y el crepitar de las llamas que devoraban lo que quedaba del campamento. Poco a poco, las maldiciones quedaron atrás, junto con el hedor metálico de la sangre que impregnaba el aire.
Salomón, sacudiéndose los últimos vestigios del sopor, observó a Andreus, quien espoleaba su montura sin descanso, exigiéndole hasta el último aliento.
—¿Hacia dónde se dirigen? —preguntó Salomón, la preocupación tiñendo su voz.
—No lo sé —fueron las únicas palabras de Andreus, quien escrutaba el camino en busca de cualquier rastro, agradeciendo silenciosamente el canto de los pájaros y los primeros rayos del alba que aliviaban su agotada vista.
Salomón desvió la mirada hacia su compañero, notando cómo comenzaba a menguar su paso. Al aproximarse, pudo ver las múltiples heridas que cubrían su cuerpo; aunque la mayoría eran superficiales, el dolor se reflejaba en cada movimiento del imperial.
—¿Podrás seguir el paso? —inquirió Salomón.
Andreus apenas alcanzó a asentir cuando sus ojos se abrieron de par en par. —¡Cuidado!
Su grito sobresaltó a Salomón, quien apenas tuvo tiempo de tirar de las riendas cuando varios árboles se desplomaron entre ellos, partiendo el sendero en dos.
—¿Pero qué...? —La pregunta de Salomón quedó interrumpida cuando las sombras cobraron vida, y varios hombres emergieron empuñando hachas y mazos.
—¡Lárgate de una vez y ve por ellos! —rugió Andreus, mientras una flecha silbaba junto a su oído, espantando a su montura.
Sin esperar respuesta, Andreus alzó su maza y espoleó su caballo, abalanzándose sobre los atacantes con una fiereza que recordaba a los antiguos guerreros imperiales.
—¡Andreus! —El grito de Salomón quedó suspendido entre la duda de seguir adelante o luchar junto a su hermano de armas.
La mirada que Andreus le dedicó fue breve pero intensa, sus ojos azules brillando con determinación férrea. —¡Ahora! —La orden resonó con tal autoridad que Salomón, muy a su pesar, hincó los talones en los flancos de su montura y se internó en la espesura.
Mientras se alejaba, alcanzó a escuchar el murmullo de Andreus: —Si perdemos al chico, perdemos el plan.
Salomón cabalgó como un poseso, siguiendo las huellas cada vez más frescas de los secuestradores. Un relincho lejano llamó su atención: un caballo sin jinete apareció entre los árboles, su pelaje manchado con sangre seca.
El animal, presa del pánico, corrió en dirección contraria, pero Salomón había visto lo suficiente. Más adelante, entre la bruma del amanecer, se alzaban los restos de lo que antaño fuera una estructura élfica.
El corazón le dio un vuelco al reconocer las ruinas. Días atrás, había observado a Ilsa y Andreus mostrando antiguos pergaminos al joven Nandor, enseñándole sobre los antiguos asentamientos élficos de la región y la historia de cómo fueron desplazados por fuerzas imperiales durante la expansión de territorio llamada “la larga marcha”, aquellas columnas de mármol blanco, ahora cubiertas de musgo y enredaderas, eran inconfundibles.
Desmontó con cautela, desenvainando su espada. El silencio era demasiado profundo, roto solo por gruñidos ocasionales que helaban la sangre. Los primeros cadáveres aparecieron cerca de la entrada: mercenarios despedazados, sus rostros congelados en muecas de terror. Los Ghouls habían llegado antes que él. Dándose un festín con los cuerpos, llegando a parecerle que alcanzaban a reírse o desvezar una especie de sonrisa macabra mientras hurgaban en los cuerpos. Sintió repugnancia al verlos, dándole ganas de vomitar.
Fue un chillido agudo fue su única advertencia. Salomón giró justo a tiempo para ver a una de las criaturas abalanzarse sobre él, sus garras extendidas y sus fauces abiertas mostrando hileras de dientes afilados de tonos amarillentos, con restos de carne entre los mismos. Su espada describió un arco perfecto, atravesando la cabeza de la bestia. Pero sin evitar que una de las garras de esta, rasguñara su peto y pecho en un solo tajo. Haciendo que diera un par de pasos atrás, en lo que se llevaba la mano al pecho, notando como la sangre comenzaba a extenderse en su mano. Respiro con cierta dificultad, preparándose para luchar, solo para encontrar como las criaturas rodeaban el lugar, mas, no se atrevían a atacarle, simplemente yacían ahí, observándolo con ojos muertos mientras gruñían al verlo.
Trago saliva antes de volver a ver la entrada a las ruinas y una vez más, a las criaturas, optando por entrar en ellas, antes de luchar con aquellas bestias. Avanzó entre las ruinas, su hoja cantando mientras se abría paso. Cada paso revelaba más horror: cuerpos destrozados, señales de lucha desesperada, rastros de sangre que conducían hacia las profundidades del complejo. Las antiguas paredes élficas, otrora emblemas de sabiduría y belleza, ahora eran testigos mudos de una carnicería. Siendo su única compañía, un extenso silencio que acompañaba el lugar, pasando cerca de los cadáveres sin prestarle mayor atención, intentando ignorar, los rastros de sangre.
Las ruinas de los elfos, pese al deterioro, junto con la naturaleza que poco a poco iba consumiendo sus restos, llegaba a visualizar con cierto aprecio los mosaicos de esta. Aunque, las figuras con orejas puntiagudas, portando armas y alejando a lo que podía descubrir como una nube con ojos, en forma de un lobo, eran, en lo mínimo, un alivio para la incomodidad que sentía.
Ante ello, no pudo evitar volver a la realidad, en especial, cuando su mente conjuraba imágenes de Ilsa y el pequeño Nandor, imaginándolos a merced de estas bestias. Apretó con más fuerza la empuñadura de su espada cuando alcanzo a huir lo que considero un grito, temiendo haber llegado tarde, que las bestias u los hombres se hubieran encargado de ellos. Apretó los dientes y siguió avanzando, hasta encontrarlo. Una puerta de madera, en la cual, a su lado, yacía un hombre con la mano en el cuello, empapada de sangre y con una mirada de miedo, que poco a poco se iba apagando. Observo al hombre, a medida que la luz se apagaba en sus ojos, antes de que este pronunciara una palabra, una sola, que le hizo acabar con su sufrimiento. — Mintió — fue lo único que soltó.
Al momento de entrar en el salón, entre sombras y a pasos lentos, se preparó para luchar por ellos, pero al dar una vuelta, pudo verlo. Deslumbro una escena que le hizo detenerse, observando con duda, preguntándose que era lo que veía exactamente. Ilsa, con el cabello suelto, cubriendo parte de su rostro, hasta sus hombros, se encontraba arrodilladla junto con un hombre herido, cuya piel pálida y ojos llenos de miedo temblaban ante ella. Sus manos cubrían una herida profunda en su cuello, y con una voz debilitada, el hombre intentaba hablar.
—No... debería haber sido así —murmuró, jadeando entre cada palabra—. Nos dijiste que el bosque... estaba seguro.
Ilsa le observó en silencio, sus ojos fríos e inquebrantables mientras él continuaba, sus palabras entrecortadas.
—¿Por qué... por qué había hombres, tantos guardias? y esas bestias? — Comenzó a escupir sangre con cada palabra que decía, sintiendo como sus pulmones se llenaban de sangre. Tú... nos traicionaste Lyria, tu y ese hombre, ese...
El hombre, con el último aliento que le quedaba, hizo un intento de levantarse, pero ella lo sujetó con firmeza. Sin cambiar la expresión de su rostro, le susurró algo en el oído, haciendo que el terror en sus ojos se ensanchara, antes de que pudiera notar, como en un movimiento rápido, ella termino con su sufrimiento. Ningún rastro de temor, emoción o sentimiento emergió en el rostro de ella, un simple silencio le acompaño, en lo que limpiaba la daga en la ropa del difunto. Con la misma calma muerta, de quien ha hecho eso, antes.
Salomón apenas podía creer lo que veía. La quietud calculada, el semblante imperturbable, todo en Ilsa le resultaba extraño, ajeno. Esa no era la mujer que él recordaba como la institutriz sabia y bondadosa, sino alguien mucho más oscuro. Dudo en si entrar, en atacar o en si quiera decir algo, intentaba comprender lo que sucedía, pero fue incapaz de reaccionar, fue por ello, que ella fue quien lo hizo, al notarlo gracias al reflejo de la daga.
—No se suponía que llegaras hasta aquí. —Su voz cortó el aire como hielo.
El tiempo pareció congelarse entre ambos. Al fondo de la habitación, Nandor permanecía inmóvil, su rostro pálido como la cera, los ojos desorbitados por el miedo.
Salomón intentó hablar, pero las palabras se le atascaron en la garganta. La mujer que tenía delante era apenas una sombra de quien había creído conocer. Retrocedió un paso, sin soltar la empuñadura de su espada.
—Para ser un hombre de armas, hablas mucho cuando no se requiere y poco cuando se debe —dijo ella, incorporándose. Su vestido negro, ahora manchado de sangre y rasgado, dejaba entrever su piel pálida. Sus ojos morados se clavaron en los suyos con una intensidad desconcertante.
El conflicto interno de Salomón era visible en cada músculo tenso de su cuerpo, dividido entre el impulso de atacar y el deseo de comprender. Maldijo internamente a Andreus por haberle enseñado a pensar antes de actuar, especialmente ahora que la imagen de la mujer que había empezado a amar se desvanecía ante la oscura realidad de una asesina.
—¿Podemos irnos..., señor Salomón? —La voz temblorosa de Nandor rompió el tenso silencio.
Lyria mantuvo la daga en alto, lista para cualquier movimiento, pero sus siguientes palabras surgieron con una suavidad inesperada:
—Tienes un minuto. El chico está a salvo, tómalo y vete, a cambio, me dejarás marchar. No pienso estar presente cuando lleguen, en especial si él está aquí.
—¿Quién? —Las palabras brotaron de Salomón casi sin pensarlo—. ¿Por qué hacer todo esto?
—Dinero, señor Salomón, dinero y una oportunidad de una vida mejor. —Su voz flaqueó ligeramente al pronunciar la última frase—. Si alguna vez creyó que hubo algo más, me temo que no.
—¿Todo? —La pregunta de Salomón contenía todo el peso de las noches compartidas, las conversaciones sobre historia, los momentos que ahora parecían teñidos de duda.
Ella evadió la respuesta, y por primera vez, Salomón notó un temblor en su mano.
—Llévatelo y déjame ir. No quiero derramar más sangre.
—No te vayas, puedo...
La daga se alzó nuevamente, pero esta vez con menos firmeza. Salomón, tras un momento de duda, retrocedió, dejando libre el camino hacia la puerta. Ella mantuvo el arma en alto mientras se alejaba, deteniéndose un instante en el umbral.
—Ten cuidado con las compañías que frecuentas, en especial, a quienes llamas hermanos. —Fueron sus últimas palabras antes de desaparecer tras la puerta.
El eco de los pasos de la mujer alejándose resonó en el corredor, mientras un nudo se formaba en la garganta de Salomón y un vacío se anidaba en su pecho. Por un momento, pensó en seguirla, pero el sollozo ahogado de Nandor lo devolvió a la realidad. Se volvió hacia el muchacho, lo sostuvo en sus brazos y lo guió hacia la salida, procurando que no viera los cadáveres esparcidos a lo largo del pasillo. Los sollozos del niño se mezclaban con el sonido de sus pasos, pero pronto se apagaron mientras Nandor se calmaba, dejando solo la pesada respiración de Salomón resonando en el aire, junto al ardor que latía en su pecho.
Con los primeros rayos del sol, el cielo comenzó a teñirse de un rojo sangre, evocando la amarga noche que habían sobrevivido. Apenas tuvo tiempo para apreciarlo, pues frente a ellos ya se formaba un semicírculo de soldados: hombres exhaustos, cubiertos de sangre y barro, junto a otros de apariencia impecable que portaban en alto el estandarte de la casa Bellator. Entre ellos, un hombre pulcro y de rostro afilado avanzó con una expresión de preocupación e ira, que solo se suavizó al ver al joven Nandor.
—¡Mi hijo! —bramó, arrancándolo de los brazos de Salomón al ver la sangre en su ropa—. ¡Confié en ustedes para protegerlo! —gritó mientras acariciaba el rostro del niño, quien abrió los ojos, soltó un grito al reconocer a su padre y lo abrazó con fuerza.
Salomón llevó la mano a su pecho, sintiendo cómo la herida seguía ardiendo. Sabía que no moriría, pero el dolor aumentaría si no la trataba pronto. Aunque quería moverse, se detuvo al ver a un lado de los soldados a Andreus, encadenado de manos, cuello y pies, arrodillado en el suelo.
La mirada del imperial era la viva imagen del agotamiento: parte de su armadura estaba magullada, su capa repleta de cortes, y su cuerpo, cubierto de manchas de sangre difíciles de identificar como propias o ajenas. Aun así, sus ojos permanecían firmes, fijos en los de su compañero. Salomón chasqueó la lengua al verlo.
—Señor, el joven Nandor está a salvo —declaró Salomón con voz firme—. Puede liberar a...
—¡¿A salvo?! —interrumpió el noble, su voz quebrándose por la furia—. ¿Y qué hay de mis hombres? ¿De los guardias masacrados? ¡Los contraté para evitar precisamente esto! —Sostuvo a su hijo contra su pecho mientras se levantaba, sus nudillos blancos por la fuerza del agarre—. ¡Jamás debí haber confiado en ustedes! ¡Jamás debí poner el cuidado de mi heredero en manos de un traidor de la casa Tenerius y de un errante sin patria, aun cuando el Consejo accedió a que atravesaran mis tierras!
Los soldados rodearon a Salomón, el tintineo de sus armaduras mezclándose con el crujir de las hojas bajo sus pies. Las puntas de sus lanzas brillaban con el reflejo de las antorchas. No opuso resistencia cuando le quitaron la espada ni al sentir los grilletes rodeando sus muñecas.
—Serán escoltados a la ciudad —declaró el lord, entregando a su hijo a Sir Yarce, quien no ocultaba su sonrisa de satisfacción ante la caída de los mercenarios—. El Consejo decidirá su destino por esta incompetencia. Si ellos les dieron permiso, serán ellos quienes respondan por su falta.
Los tomaron prisioneros, obligándolos a caminar descalzos por el sendero pedregoso. Cada paso desgarraba sus pies, y esa tortura mínima era solo el preludio de un castigo peor. Andreus mantuvo el silencio durante el trayecto; apenas lograba respirar con cada paso, pero conservaba una calma extraña, casi inquietante, incluso cuando los soldados murmuraban sobre las penas que les esperaban. Los apuraron al ver las primeras llamas consumiendo el bosque, mientras el lord Bellator profería insultos por lo que consideraba una falla imperdonable.
El viaje fue más corto de lo esperado. Al llegar a una zona más civilizada, donde los árboles se alineaban en hileras perfectas que conducían hacia la entrada de la ciudad, se encontraron con una fuerza combinada de tres casas nobles. Sus estandartes ondeaban con dignidad en el viento del amanecer: la insignia de los Aurelian, un fénix dorado en un fondo púrpura rodeado por siete estrellas fue la primera en llamar la atención de Andreus, quien esbozó una sonrisa casi imperceptible. Los soldados de esta casa detuvieron a los de Bellator, que vacilaron en obedecer.
De entre los Aurelian avanzó un hombre de barba rojiza y ojos oscuros, su porte noble contrastando con la rudeza de su voz.
—Deteneos, hombres de Mareen —ordenó—. Traed a vuestro señor ante nosotros.
—Apartaos, sir Harris de Aurelian —respondió el capitán de la guardia de Bellator—. Llevo a dos prisioneros ante el Consejo para que respondan por sus crímenes.
—¿De qué crímenes se les acusa? —La voz que interrumpió pertenecía a una mujer de porte imponente que permanecía junto al lord de la casa Aurelian. Bershka Mac Tell, con sus dos cimitarras al cinto y su cabello cortado a los lados y recogido en una trenza, observaba a los prisioneros con sus penetrantes ojos de terracota. Las cicatrices en sus brazos brillaban bajo la luz del amanecer.
—De incompetencia —escupió lord Bellator—. De no ser capaces de cumplir su cometido. Eso se les acusa, Bershka Mac Tell.
Los mercenarios que acompañaban a Bershka tensaron sus músculos, listos para intervenir. Ragnar, al ver a su hermano encadenado, llevó la mano a la empuñadura de su espada, pero Andreus negó sutilmente con la cabeza. El gesto bastó para que Ragnar retrocediera, aunque un gruñido de frustración escapó de su garganta.
Bershka alzó una mano, calmando a sus hombres, y aclaró su voz antes de hablar:
—Ante mí y los representantes del Consejo, es evidente lo que ha sucedido esta noche —declaró, su voz resonando con autoridad—. No ha sido el único afectado por el incendio ni por el ataque de las criaturas. Aquí están tres de las principales casas de la frontera, cada una velando por la protección de sus primogénitos, honrando el acuerdo del emperador. Fue usted quien decidió enviar guardias y mercenarios en vez de liderar personalmente, arriesgando vidas en el proceso. Lo ocurrido no es más que el resultado de su propia incompetencia como señor. ¿Es esto motivo suficiente para castigarlos?
Los otros dos lores, Helena de Andersfel y Víctor de Stone, asintieron ante las palabras de Bershka. Lord Bellator escupió al suelo, pero el gesto solo sirvió para enfatizar su impotencia.
—Cumplieron su deber —concedió con amargura—, pero yo también he perdido. Merecen un castigo.
—O una recompensa —intervino Lady Helena, sus ojos grises estudiando la situación con calculada precisión—. Conviértalos en corsarios del emperador. Cumplieron su propósito.
—¡No! —la negativa de lord Bellator resonó como un látigo—. ¡Es un Tenerius! ¡Un traidor a su casa y a la corona! No merece andar libremente por el imperio ni mucho menos acercarse al Consejo.
—No lo hará, señor Meeren —replicó Bershka con un gesto conciliador—. Pertenece a mi compañía y estará bajo mi custodia. No andará libre, sino que servirá bajo mi tutela, junto a mis hombres.
Ante las palabras de la capitana, los tres señores de la frontera intercambiaron miradas de mutuo entendimiento. Lady Helena de Andersfel, cuyas tierras resguardaban la frontera norte contra las incursiones de los clanes salvajes, fue la primera en hablar:
—Las fronteras del norte se han vuelto más peligrosas. Los clanes se unen bajo nuevos reyes de guerra y mis tropas necesitan apoyo experimentado —sus ojos grises estudiaron a los mercenarios con interés calculado—. Hombres que conozcan tanto el frío del norte como la disciplina imperial.
—La frontera oriental no está mejor —añadió Lord Victor de Stone, cuyas fortalezas en las montañas eran lo único que separaba al imperio de las hordas del este—. Las criaturas se multiplican en los bosques profundos y los antiguos túmulos despiertan. Necesitamos espadas probadas que no huyan ante lo sobrenatural.
Lord Aurelian, cuyas tierras del sur eran la última línea de defensa contra los reinos independientes y sus eternos conflictos, desplegó un pergamino con el sello imperial:
—El imperio necesita más que simples soldados en sus fronteras —declaró—. Necesita hombres que entiendan tanto el orden de nuestras tierras como el caos que acecha más allá de ellas. Bajo nuestra tutela, tendrán derecho de paso por territorios imperiales y autoridad para actuar en nombre del Consejo cuando sea necesario.
La noticia atravesó las filas de mercenarios como un relámpago. Muchos habían servido en estas mismas fronteras, pero siempre del lado salvaje, viendo las murallas y estandartes imperiales como símbolos inalcanzables de orden y prosperidad. Ahora, la posibilidad de servir al imperio no solo significaba oro y contratos estables, sino la oportunidad de formar parte de algo más grande: la defensa de la civilización misma contra el caos que la rodeaba.
Lord Bellator, cuyas tierras interiores estaban protegidas por estas mismas fronteras que ahora requerían los servicios de los mercenarios, no tuvo más opción que ceder. Las cadenas cayeron de las muñecas de los prisioneros, y su amenaza final se perdió entre los vítores de celebración. Para los mercenarios, era más que una victoria: era la promesa de un lugar en el mundo civilizado, protegiendo las mismas fronteras que una vez habían intentado cruzar.
En otro tiempo y lugar, Andreus contemplaba la puesta en escena de La Caída del Dómine, su atención fija en los personajes que desfilaban por el escenario con intensidad dramática. Una figura envuelta en una túnica oscura se deslizó en el asiento a su lado. En su mano llevaba un anillo de oro adornado con el símbolo de un libro abierto, un distintivo que Andreus reconoció al instante.
—Llegaste —murmuró con irritación contenida e impropia de su persona—. Van en el tercer acto, segunda escena, "La revelación del tirano". Curioso nombre, considerando que el padre de Caedric, fue el causante del fin de su hogar, recayendo en su hijo, el deber de vengarlo.
El anciano lo miro unos instantes, pero no lo interrumpió. En especial, cuando Caedric, relataba su famoso monologo, donde se debatía en tener que enfrentar su destino, exclamando las palabras: “Solo en la muerte acaba el juramento a la familia, al amor, a la vida..." Sus palabras resonaban en el teatro mientras su más leal soldado, Tarn, observaba desde las sombras, en un lamento, pero también, debatiéndose sobre la lealtad inquebrantable que tenía ante su señor, pero arrepintiéndose del mal que le hacía a su propia moral el ir contra ella, por lealtad.
—¿Finalmente te has liberado de la carga que llevas? —preguntó el anciano, sin apartar la vista del escenario.
—Aún no —respondió Andreus, pelando lentamente una manzana—. Pero cada actor ha cumplido su papel, y hemos ganado el derecho de pisar nuevamente estas tierras. Aun si solo somos invitados. Mientras posea este anillo... —mostró un anillo de plata con el símbolo de la compañía, un sol naciente—, las ciudades abrirán sus puertas a nuestros hombres y mirarán hacia otro lado… al menos, hasta que algún noble se digne a observarnos de cerca.
El anciano frunció el ceño y, tras un breve silencio, indagó con voz más profunda:
—¿Y los actores no planificados? ¿No alterarán la obra?
Andreus desvió la mirada hacia el escenario, donde se desarrollaba la escena culminante. En ella, Caedric, el tirano de la obra reflexionaba sobre la traición inminente que le aguardaba, convencido de que cumplir su venganza era una cuestión de honor. Pero, su amante La amante Aedria, un personaje leal que, aunque descontenta con los métodos del tirano, jamás traicionaría su amor por él, simbolizaba el lazo de sangre y lealtad.
—¿Tu hermano mantendrá su papel? ¿No lo cuestionara, aun después de tanto?
Andreus apartó la vista de la obra por primera vez, sus ojos reflejando el mismo fuego que ardía en el bosque aquella noche.
—Su lealtad hacia mí es tan inquebrantable como mi promesa hacia él. Mientras uno cumpla, el otro nunca dudará.
Volvió a quedarse en silencio, ahora
La escena en el escenario avanzaba, mostrando ahora al soldado leal, Tarn, dividido entre su sentido del deber y su moralidad. Junto a él, la sirvienta Elaia, cómplice y amante, le cuestionaba sus sentimientos, motivándolo a aspirar a su propia libertad antes que quedarse por lealtad. Pero el soldado, con arrepentimiento la aleja, incapaz de acercarse a ella, al no saber cómo corresponderla.
—Salomón es un actor dedicado —respondió finalmente Andreus—. Mientras sienta que tiene un propósito, seguirá el guion sin cuestionarlo.
El anciano posó una mano en el hombro de Andreus, quien desvió la mirada hacia la representación, queriendo evitar los ojos cargados de expectativa.
Siendo en ese instante, donde se presentaba la lucha entre Tarn y Elaia, traccionándose mutuamente, al no saber cómo estar juntos. Siendo el leal soldado, tomando sus armas para embarcarse en la guerra de su señor, a sabiendas que no era lo correcto, pero incapaz de dejarlo por honor. En ese instante, Elaia comenzaría a llorar, posándose a la sombra de un roble, lamentándose por la pérdida de su amado.
—Has hecho bien, hijo mío —murmuró el anciano con una mezcla de orgullo y pesar—. Sé que la carga que llevas es dura, y lamento no haber estado presente cuando sucedió la caída. Ahora, recae en ti, restaurar el coraje y el honor de nuestro hogar. Solo prometeme una cosa, llegado el momento.
Andreus dejó las palabras en el aire, concentrándose en la escena final, donde Tarn, el soldado leal, enfrentaba al tirano en un gesto de traición que revelaba un conflicto interior. Dándole muerte al tirano, en un intento de salvar lo que alguna vez fue un héroe, hermano y amigo. Ante la mirada llena de ira y sed de violencia de Aedria, quien jura darle muerte al soldado por su actuar. En los ojos de Andreus llego a cristalizarse ante dicha escena, derramando una lagrima, de quien ha visto en el escenario, una obra maestra, un inicio y final digno de la obra, no sin antes, preguntándose si algo diferente podría haber sucedido, dando otro resultado.