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Capitulo 3: Juramento. PD: El capitulo no esta terminado, solo es la primera parte, entregare la segunda, en el trasncurso de las siguientes semanas. Feliz año!

Capítulo 3: Juramento de batalla.  

 

"Solo los aventureros, o los más desesperados se atreverían a cruzar las aguas alrededor del archipiélago de Aett. Si los vientos discordantes, las tormentas rugientes o los peligros de serpientes marinas, sirenas y dragones tortuga, no son lo suficiente para disuadirte; entonces serán los mismos habitantes de las dieciséis islas, los que lo harán. Escúchame bien joven marino, de ese lugar, nacen leyendas de los mares al igual que borrachos en una taberna en fin de semana. Conocedores de los mares, de los secretos de las profundidades, y ligados con un extraño código de honor ligado a la sangre y la gloria, es allí donde encontrarás riquezas o una muerte dolorosa. (...)" 

Capitán Svalbard de Ja' Mayen, hablando con sus subalternos sobre el peligro de cruzar las aguas de Aett, en dirección al continente de Kongeriget. 

Se acercó cerca del alba, cuando la noche se alistaba para despedirse. Entrando con un cuidado espectral, sin decir nada, sin precipitarse. Deslizándose en silencio por la habitación igual que una aparición. De haber algún sonido, sería el de sus movimientos producto del vestido al rozar su piel, antes de caer al borde de la cama, revelando una piel de tonos miel. Ese tenue sonido no se habría resonado en ningún momento, o eso creyó, porque fue suficiente para despertar al isleño. O puede que solo le sacara de un momento ausente de la realidad, navegando brevemente en las profundidades de su mente, similar a la calma que yace en la superficie del mar al amanecer. Masas de vivencias, experiencias y emociones rememoradas en un segundo, antes de desaparecer en un parpadeo. 

No se movió, no pestañeó, sus ojos observaron la figura de la chica. Dibujando cada línea, forma, marca y curvatura que alcanzara a ver en la penumbra. Ella vaciló un poco al poner una rodilla sobre el borde de la cama. Podía dibujarse la duda en sus labios, pero él no actuó, esperó igual que cazador, hasta que ella sintió la confianza para subirse sobre el lecho, posándose sobre él, llegando a apretarle entre sus muslos, en la medida que sus dedos comenzaron a recorrer su cuerpo. No pudo verlas, pero pudo recorrer las cicatrices de la cadera, hasta ir subiendo por el abdomen y llegar hasta el pecho, deteniéndose en una herida cercana del corazón. Siendo en ese instante, donde un olor dulce, cercano a la menta con notas de jengibre, hicieron que él esbozara una sonrisa. 

Al sentirlo, igual que ciervo asustado, ella se preocupó, pero la impaciencia era palpable y el deseo le hicieron actuar antes que la razón. Provocando que, con un movimiento muy lento, muy cuidadoso, delicado inclusive, besara la cicatriz en su pecho, antes de ir subiendo hasta el cuello. Él sonrió, guiándola con un movimiento entre sus dedos, hasta llegar a sus labios. 

 Ella se detuvo, irguió, e incluso huyó de sus dedos, para tomar el control entre sus manos, pero él se movió manteniendo la cercanía entre ambos, haciendo que la presión de ambas manos evitara cambiar de posición. Ella volvió a reafirmar su deseo con un movimiento de caderas, en exigencia de una respuesta. 

Sin llegar a esperar, él respondió en una toma entre sus brazos, ella fingió querer escaparse, pero al hacerlo, dejó caer sus cabellos hacia su espalda, revelando los lunares de su cadera, abdomen y seno; su piel era tibia y suave al tacto, dándole seguridad de seguir recorriéndola, ignorando los callos y cicatrices de un par de manos usadas en la guerra. Ambos se vieron un instante más, haciendo que él evaluara sus ojos, de un tono verde igual a los bosques y distante cual mar. Ante él, yacía una ninfa en imagen y dríada en gemido. Tomándola en un balanceo, se dejó llevar en un mar de menta y jengibre, embriagándole, calmándole y guiándole. 

No fue el único en disfrutar de placeres embriagadores esa noche. Dos pisos más abajo, en la taberna "El Kraken Dorado" de la ciudad portuaria de Rivenskjord, el rugir de los guerreros victoriosos hacía temblar las vigas de roble. El choque de jarras de hidromiel y cerveza negra marcaba el ritmo de los cánticos de guerra, mientras las historias de la batalla fluían tan libremente como el alcohol. El calor de docenas de cuerpos se mezclaba con el aroma a carne asada y pan recién horneado, creando esa atmósfera única de camaradería que solo surge tras sobrevivir juntos al filo de la muerte. 

— ¡Por los muros de hierro! —, gritó uno de los mercenarios, alzando su jarra. —¡Cayeron ante nosotros como hojas en otoño! — 

—¡Por los caídos! —, respondió el coro de voces, algunas ya ásperas por el alcohol y los gritos de victoria. 

Todos los hombres celebraban con una cercanía fraternal, todos excepto uno. Andreus permanecía apartado en una esquina iluminada por candiles de aceite, disfrutando con calma su bebida mientras sus dedos recorrían los contornos de un mapa detallado de Rivenskjord. Las líneas de tinta describían cada calle y callejón de la ciudad portuaria, cada muelle y almacén, cada punto estratégico marcado con precisión militar. 

—  Señor Andreus — Se acercó un guerrero de barba trenzada, dejando una de las dos jarras que traía, sobre la mesa. — ¿No se unirá a nosotros? ¡Esta victoria merece ser celebrada! — 

 

Andreus con una sonrisa cortes, sin llegar a apartar la vista de sus ocupaciones, respondió en su tono académico formal.  

—Agradezco la invitación, Thurmund, — respondió con una sonrisa sencilla, apagada de quien desea más el descanso en cama que en una silla, pero ante la insistencia de su trabajo, golpeo la mesa con los dedos, al borde del mapa antes de volver a hablar. —  Pero incluso en la victoria, alguien debe mantener la cabeza despejada y las cuentas claras. No es buena idea despertar sin dinero. — 

El guerrero arrugo la nariz ante la respuesta, pero con respeto brindo por su señor antes de motivar a los presentes a hacer lo mismo. El breve vitoreo fue suficiente para alejarlo un instante del estudio, pero al final volvió a sus actividades, pese a varios intentos de celebrarlo, se rechazó con la misma cortesía distante, hasta que un joven de movimientos sigilosos se aproximó a su mesa. Sin mediar palabra, depositó una carta sellada con cera roja, el emblema apenas visible bajo la luz oscilante. 

Andreus esbozó una sonrisa conocedora, extrayendo un par de monedas de oro de su cinto. — Tu discreción siempre es apreciada, Erik —, murmuró, deslizando el pago hacia el mensajero, quien asintió antes de fundirse entre la multitud como una sombra en el crepúsculo. 

El imperial observó el ambiente mientras giraba la carta entre sus dedos. En una esquina, un grupo de mercenarios veteranos gesticulaba ampliamente, recreando el momento en que las puertas de la fortaleza cedieron. Cerca de la barra, comerciantes adinerados invitaban ronda tras ronda a sus protectores, ávidos por escuchar cada detalle sangriento de la batalla. Llegando a sonar en un tono apagado las palabras — La victoria había sido costosa — Antes de que el silencio por los difuntos, en honor a las bajas de ambos bandos, llegara a acentuarse, otro alzo la jarra con las palabras adecuadas. — ¡Por los difuntos! ¡Por quienes están aquí y por quienes se irán! — Siendo suficientes para avivar el espíritu de celebración.  Aun ante miradas confusas del joven matasanos quien no estaba de acuerdo con tanto consumo de licor, pero con cada copa alzada, siendo ellas en un tributo a los caídos, a cada historia un monumento a su memoria. Deicidio dejar delado la academia para acompañarlos. 

Sus ojos siguieron recorriendo el salón, hasta pararse en Bershka, su capitana y líder, que encontró su forma de celebrar. Sentada en una mesa cercana a la chimenea, su figura se recortaba contra las llamas mientras compartía sonrisas y caricias con una pareja joven - un marino de hombros anchos y una tabernera de rizos cobrizos. Sus dedos jugaban con el cordón del vestido de la chica, mientras sus labios susurraban promesas en el oído del marino. La danza de seducción era clara: pronto los tres desaparecerían escaleras arriba, hacia las habitaciones que aguardaban con sábanas limpias y privacidad solicitada. 

La mirada que cruzaron Bershka y Andreus bastó para transmitir un mensaje silencioso entre comandantes. Con un gesto sutil, casi imperceptible, ella le cedió el mando de la tropa por esa noche. Él respondió alzando su jarra en un brindis distante, un homenaje tácito a la exitosa cacería de su capitana. Sin embargo, antes de volver a sus mapas, sus ojos se detuvieron en la última figura solitaria del salón: Salomón, hundido en las sombras del extremo más alejado de la barra, donde ni siquiera la victoria parecía capaz de arrancarlo de sus demonios internos. Aquellos ojos violetas que lo perseguían como un espectro transformaban cada sorbo de cerveza en un trago de amargura. 

Andreus consideró acercarse, pero las responsabilidades pesaban más que el impulso de ofrecer una compañía no solicitada. —  Hay heridas (...)—, reflexionó mientras volvía su atención a la carta sellada sobre la mesa, — que ni el oro ni la victoria pueden sanar —. Por un instante, su mente viajó tres meses atrás, a aquellas ruinas donde aún recordaba la captura de ambos y la liberación gracias a la capitana. E incluso, como tiempo después acompaño a salomón a las ruinas, bajo el pretexto de descubrir más sobre porque los Gohuls no lo habían seguido. Pero, sabia la realidad del motivo de su búsqueda, aunque le mintió diciendo que acabo con ella, solo tener que regresar sobre sus pasos en busca de pruebas, era lo contrario. Sabia bien que subestimo la capacidad del guerrero en controlar sus propias emociones y en lo que despertó esa semana de encuentros entre ambos, pero sería un problema del cual se ocuparía en otro momento. 

Ahora, otros asuntos requerían su atención inmediata, principalmente el recuento del botín: pagos, objetos de valor y las posesiones recuperadas de los caídos —una apropiación que consideraba honrada, pues era mejor darles uso que dejarlas perderse a la intemperie. Una breve sonrisa se dibujó en su rostro al contemplar la cifra final, solo para desvanecerse al observar cómo sus hombres vaciaban jarra tras jarra. Con un último suspiro, se dispuso a calcular cuánto oro se esfumaría esa noche entre gastos y celebraciones. 

Las pérdidas también pesaban en la mente de Salomón. Al encontrarse con el fondo vacío de su jarra, intentó pedir otra, pero el tabernero estaba ocupado lidiando con Ojo Loco Bar —apodado así porque uno de sus ojos bailaba erráticamente cuando bebía en exceso— quien intentaba vaciar un barril entero sin pausa. La escena le arrancó una sonrisa tonta, pero no alivió su melancolía. Agradecía haber sobrevivido a otro asalto, pero cada victoria traía consigo una nueva oleada de amargura. Observaba a sus compañeros de batalla, orgullosos en la simplicidad de su oficio: un nuevo combate en cada región, botín fresco para sus placeres, y la promesa de repetir el ciclo indefinidamente. Nunca fue la vida que soñó, ni siquiera como descubrimiento. Y con estos pensamientos, el recuerdo de Liria emergía inevitablemente: las noches compartidas, las conversaciones alrededor de la hoguera, momentos que reavivaban su pasión por aprender y descubrir. 

Aunque disfrutaba del fragor de la batalla y la exploración de nuevas tierras, el deber siempre llamaba, relegando su curiosidad intelectual a hurgar entre libros maltrechos durante las largas guardias nocturnas. Viendo que el tabernero ahora se ocupaba de separar a una mesera que se acurrucaba felizmente junto a un marinero cerca del fuego, decidió retirarse a sus aposentos. — Al menos allí no tendré que mendigar un trago —, pensó, recordando la botella de vino que había conseguido en Rikever, un asentamiento de leñadores cerca del Bosque de Hierro que bordeaba la Región del Roble Blanco. Los lugareños juraban que era un lugar de rituales paganos élficos, aunque el hallazgo de cajas de vino y libros de cocina sugería más bien un sitio de celebración que de sacrilegio. 

Se relamió los labios anticipando el sabor del vino élfico, tan codiciado como la cerveza enana, si no más. Andreus le había aconsejado guardarlo para una ocasión especial, aunque el imperial rara vez probaba licor, siempre repitiendo su máxima: — Aun en la paz, hay que mantener la vigilia, y eso conlleva no excederse en los placeres —. Una mueca se dibujó en su rostro al recordar aquellas palabras mientras se dirigía a la escalera, donde chocó con una figura más baja. Su irritación inicial se transformó en perplejidad al encontrarse con unos ojos de un violeta profundo bajo una capa café oscuro, que apenas dejaba entrever una melena del color del ébano. El intercambio de miradas duró apenas unos segundos antes de que ella se escabullera entre la multitud hacia la puerta, dejando a Salomón paralizado entre la tentación de seguirla y la seguridad de su habitación. Decidió seguir su falta de razón.  

Recorrió por lo que sintió que fue una eternidad en la penumbra. Adentrándose con cada paso, en el laberinto de callejones, almacenes y casas, que conformaba la ciudad. Aunque para sí mismo, en cada ciudad que había estado, todas le parecían igual de abrumadoras e incómodas de habitar. Desde sus grandes distancias hasta sus habitantes peculiares, siendo esto último lo que lo llevaría a los muelles. Fue en ese instante, cuando la figura desapareció entre un par de edificios, haciendo que se detuviera ante ello, llevó la mano hasta su cinto, en busca de su espada, pero no había nada allí. 

— ¡Mierda! — Masculló entre dientes al recordarlo. No hacía tanto, la había dejado en la armería, igual que sus demás compañeros. Las reglas eran claras, no portar armas en noches de celebración, en especial en aquellas que involucran mujeres, juegos y licores. 

Volvió a observar a su alrededor. El lugar estaba cubierto de penumbra, solo pequeños faroles seguían encendidos, aunque pronto serían olvidados, siendo con ello, los primeros cantos de los pájaros, anunciantes de un nuevo día. Llegado a ese punto, entre tener que volver o continuar, avanzó lentamente por el lugar, hasta llegar a la esquina donde la había perdido. Fue allí, que la imagen se esclareció un poco. Un muelle rústico, donde algunos barcos pesqueros se encontraban amarrados. Siendo un lugar medianamente abierto, donde un edificio de tres pisos hacía igual que torre vigilia y el almacén por el cual caminaba. Siendo la única conexión entre el muelle y la ciudad, una escalera descolorida que llevaba hasta el inicio. 

Pudo observar a un hombre moviendo objetos dentro de la barcaza. Al verlo, el desconocido abrió los ojos en par antes de soltar las cuerdas que sujetaba. Salomón dudó en reaccionar, pero no tardó en entender el motivo cuando sintió un pinchazo pulsante y frío en su cuello. Al haber bajado un par de escalones, supo que su atacante estaba tras él. Bastaría un simple movimiento para acabar con su vida, o en el mejor de los casos, dejarlo inmóvil del cuello para abajo. 

—Un paso más y conocerás tu último amanecer. ¿Traes armas? —La voz cortó el aire con la precisión de un filo bien afilado, baja pero cargada de intención. 

—No tengo armas —respondió Salomón con una calma que lo sorprendió incluso a sí mismo. 

—Solo un idiota o un ingenuo vendría a la parte olvidada de la ciudad sin algo con qué defenderse. 

Salomón dejó que el silencio se alargara, sus ojos siguieron el vuelo de unos pájaros sobre ellos, sus alas brillando con los primeros rayos del sol. 

—Quizás soy ambas cosas —murmuró al fin, y una media sonrisa apareció en su rostro—. Pero si sigo respirando, es porque tú también dudas. La muerte es una decisión definitiva, ¿no crees? 

—¿Nunca te cansas de hablar, Salomón? 

El errante alzó la cabeza con una mezcla de sorpresa y alivio al escuchar su nombre en esos labios. La presión en su cuello desapareció, aunque la advertencia quedó en el aire. 

—Lirya. 

Ella bajó por su lado izquierdo, siempre con la daga lista, hasta situarse unos escalones debajo de él. Salomón pudo verla con claridad por primera vez desde aquel último encuentro. Ya no era la institutriz de cabellos castaños y atuendo formal que recordaba. Ahora llevaba ropas de viajera, prácticas y desgastadas, su cabello negro cortado hasta la altura del cuello, con trenzas en la parte trasera que dejaban caer algunos mechones sobre su frente.  

Una cicatriz surcaba su mejilla izquierda, y aunque marcaba su rostro, no lograba opacar la intensidad de su mirada. Aquella que aún tenía el poder de fascinarlo. Pero cuando sus ojos se encontraron, Liria apartó la vista con una leve incomodidad. El aire salado de la mañana los envolvía, mezclado con el canto lejano de las gaviotas. La madera húmeda de los muelles crujía bajo sus pies. Ambos permanecieron en silencio un momento, como si el tiempo se hubiera detenido en ese instante. 

—¿Has venido a matarme o solo me sigues por órdenes de alguien? —preguntó Liria con frialdad, aunque sus dedos temblaban ligeramente alrededor de la empuñadura de la daga. 

Salomón negó con la cabeza, sin ocultar su desconcierto. 

—No trabajo ni jamás trabajaría para algo así. Mi espada no está en venta para ese tipo de tareas. 

Ella asintió lentamente, como si estuviera evaluando sus palabras. Bajó un escalón más, y la luz del sol resaltó la cicatriz en su rostro. 

—¿Qué fue lo que pasó? —preguntó él, incapaz de contenerse. 

—¿Te refieres a esto? —Liria inclinó ligeramente el rostro, haciendo más visible la marca. Una amarga sonrisa curvó sus labios. —Tres grupos de asesinos en un mes. Los perdí en la región de Roble Blanco. Hace que extrañe los días en los que fingía ser una institutriz. La vida parecía… menos letal. 

Salomón dio un paso hacia ella, con las manos alzadas, buscando transmitir calma. 

—Puedo protegerte. 

Liria soltó una risa seca que no llegó a sus ojos. 

—¿Igual que en las ruinas? 

—Te dejé ir. — Se detuvo un momento antes de hablar. — El joven estaba a salvo. Por ello... 

— Debiste matarme, Salomón. —  Renegó con un movimiento de la cabeza. — La compasión es un lujo que ninguno de los dos puede permitirse. Y por ello he estado pagando las consecuencias.  

—Jamás te habría hecho daño —respondió con voz firme, dando un paso más hacia ella—. No a ti. 

Ella volvió a levantar la daga, pero esta vez la amenaza no era tan firme como antes. Sus ojos brillaban con algo que no era rabia ni desconfianza, sino un dolor que luchaba por ocultar. 

— ¿Qué fue lo que sucedió? ¿Quién te persigue? 

Lyria abrió levemente los labios, intentando buscar las palabras, en su mirada, podía notarse la duda de si confiar o no. Pero en vez de hablar, prefirió hacer otra cosa, algo que, en lo más profundo de ella, necesitaba saber. 

—¿Por qué me seguiste, Salomón? —preguntó finalmente, su voz más suave, casi quebrada. 

—Yo… —La respuesta se le atascó en la garganta, pero al final, el peso de la verdad escapó de sus labios—. Quería volver a verte. — Trago saliva incómodamente. — Déjame apoyarte o al menos dime porque no. 

Liria se quedó quieta, sus labios temblaron ligeramente antes de convertirse en una línea rígida. Antes que la sombra de una sonrisa amarga se asomara en sus labios  

—Porque no estás solo. Y porque confías demasiado en hombres que nunca dudan en vender su lealtad al mejor postor. En especial al seguir a quienes llamas hermanos.  

Salomón frunció el ceño, desconcertado. 

—¿De qué estás hablando? ¿Quién…? 

—No importa —lo interrumpió con firmeza, dando un paso atrás, hacia la barcaza. La madera crujió bajo su peso mientras subía. Ya no lo miraba directamente, como si apartar la vista fuera su única defensa contra él. 

—¡Espera! —Salomón extendió una mano, pero Liria ya estaba a bordo, ayudada por el pescador. Se volvió hacia él, con el viento revolviendo los mechones oscuros de su cabello, y por un momento, sus ojos reflejaron algo más profundo que el reproche: tristeza. 

—Ojalá nunca hubiéramos cruzado caminos —dijo al fin, con una calma que golpeó más fuerte que cualquier grito. La barca comenzó a moverse, alejándose de los muelles. 

—Liria… —Salomón intentó seguirla, pero sus pies parecieron anclarse al suelo. Su voz se alzó, cargada de impotencia—. ¡Yo no creo en eso! 

Ella no respondió. El pescador giró la cabeza, ajeno al drama, mientras el bote se deslizaba hacia las aguas abiertas. Liria permaneció de pie en la popa, inmóvil, como si quisiera grabar en su memoria la imagen de él allí, solo en los muelles. Cuando la distancia fue suficiente, se giró y desapareció entre las sombras de la embarcación. Salomón se quedó dónde estaba, el aire salado llenando sus pulmones, el sonido del agua y el crujir de las cuerdas hundiéndose en el silencio que dejó su partida. 

— Yo no, creo eso. — Volvió a murmurar una vez más, sin quien le escuchara, fue más una súplica que sería olvidada en la corriente.   

La barca se fundió con la bruma del amanecer, llevándose consigo la silueta de Liria. Solo cuando la distancia hizo imposible distinguir el muelle, ella se permitió mirar atrás. Un suspiro escapó de sus labios mientras bajaba la mirada, perdiéndose en el vaivén de las olas que la alejaban de la ciudad. 

Mientras tanto, la vida despertaba en las calles empedradas. El murmullo de pescadores y mercaderes se entremezclaba con el ajetreo de ciudadanos que emergían de sus hogares, cada uno siguiendo el llamado de su oficio. Los estandartes de los mercenarios ondeaban al viento matutino, recibiendo saludos corteses de los transeúntes. Los soldados que permanecían en sus puestos tras la noche de guardia eran recompensados con comida y monedas, muestras de gratitud de una ciudad que veía en ellos a sus protectores. Algunos habitantes, principalmente las damas de la ciudad encontraban formas más íntimas de expresar su agradecimiento a estos héroes de alquiler. En el segundo piso de la taberna del Kraken Dorado, la luz del amanecer se colaba por la ventana, dibujando sombras sobre las sábanas revueltas. Una joven dormía plácidamente, su mano descansando sobre el espacio aún tibio que hasta hace poco compartieron. 

 

Ragnar la observaba desde la ventana, su mirada recorriendo sin prisa las formas que la tela apenas cubría: la curva delicada de una pierna, la línea sugerente del muslo, el contorno de un pecho parcialmente expuesto, hasta detenerse en su rostro, enmarcado por una cascada de cabellos oscuros que se derramaba sobre la almohada. No se molestó en preguntar su nombre, ni esperaría a que despertara para intercambiar palabras vacías sobre lo sucedido. No era como los isleños o caballeros errantes que frecuentaban estos puertos, susurrando promesas de riquezas y vidas mejores al oído de muchachas soñadoras, juramentos que se desvanecerían con la siguiente marea. Ragnar no era de los que construían castillos en el aire, ni pretendía serlo. Aunque el olor de ella era algo que le hacía eco en su memoria, trayendo consigo, algo que deseaba dejar olvidado.  

Tomó sus ropajes y se marchó del cuarto con el sigilo de un lobo, preservando para ella unos momentos más la calidez del silencio matutino. Mientras descendía por las escaleras de madera gastada, su expresión reservada se suavizó brevemente al percibir el aroma del pan recién horneado entrelazado con las notas robustas de un estofado. Un festín digno para saciar el hambre o aliviar la resaca de cualquier alma extraviada que no hubiera dormido en sus cabales. Sin embargo, su semblante volvió a endurecerse al divisar a su hermano. 

Andreus se encontraba sentado en una mesa cerca de la chimenea, con la expresión exhausta de quien ha librado batalla contra el sueño y ha elegido la derrota. Permanecía absorto en la misma tarea que la última vez que lo vio: escudriñando los libros de cuentas, acompañado por un antiguo tomo de hojas amarillentas en el cual anotaba datos con la paciencia de un monje copista. Ragnar no dudó un instante; primero se acercó a la barra, donde pidió dos cervezas, para luego llevarlas hasta la mesa de su hermano, depositando una con deliberada brusquedad frente a él. 

— Parece que alguien no descansó — Comentó Andreus con tono formal, sin levantar la vista de sus registros. — Aunque agradezco la invitación a beber, no lo hago en horas matutinas. — 

— Será mejor que lo tomes. — Ragnar bebió lentamente, estudiando a su hermano con mirada penetrante. — Te ayudará a soportar lo que vendrá. 

— ¿Y eso es? — Andreus apartó finalmente el libro, dirigiendo una mirada de soslayo a su hermano, quien exhibía una expresión de molestia apenas contenida. 

— Dime la verdad sobre la chica. — Exigió Ragnar, dejando caer la jarra sobre la mesa con un golpe sordo. — ¿Dónde la conseguiste y por qué? Y no te atrevas a decirme que fue un regalo, mucho menos aquí. — 

— Esperaba hacer esto por el camino correcto. — Andreus exhaló pesadamente, cerrando el libro de cuentas antes de tomar de su izquierda una carta, la misma que su agente le había entregado la noche anterior. — Te llegó una misiva de Ulfrsholm. — Se detuvo al notar cómo el rostro de Ragnar se transformaba, revelando un odio visceral. — No necesitas recordarme tu... resentimiento por la isla, en especial por todo el archipiélago. — Se acomodó en su asiento, extrayendo una pipa de su cinto, la cual procedió a llenar con tabaco bajo la mirada impaciente de Ragnar, quien optó por otro trago antes de responder. 

— Así que le pedí a la Madame de 'Las Margaritas' — «curioso nombre para un cabaret» Llego a pensar al decirlo en voz alta — que me proporcionara una dama con orígenes en el archipiélago. Considerando tus... preferencias, pensé que sería una forma adecuada de suavizar el golpe de las noticias. 

Ragnar gruñó y volvió a golpear la jarra contra la mesa, atrayendo la atención de los pocos presentes, quienes solo apartaron la mirada cuando Andreus los tranquilizó con un gesto. El humo de su pipa se elevó en espirales perezosas antes de que volviera a hablar. 

— No hay nada en ese lugar que me haga volver, — escupió Ragnar, —mucho menos a esa isla maldita. 

— Imaginé que dirías eso, pero me temo que es importante. —  Deslizó la carta hacia Ragnar, quien la observó como si fuera una serpiente venenosa. — Siempre he evitado involucrarte en cualquier trabajo que nos lleve de vuelta a lugares donde ninguno de nosotros desea estar, pero debo hacer una excepción esta vez. 

— ¿Por qué? — Ragnar tomó la carta entre sus manos con evidente desprecio. 

— Verás. — Andreus se detuvo para exhalar una nube de humo antes de continuar. — El Jarl Vigmar Skarnulf de Ulfrsholm ha estado enfrentando un problema creciente de desapariciones. Cadáveres de hombres emergen cerca de las costas. Al principio, pensó que era obra de bestias marinas, por lo que convocó a cazadores de las demás islas, pero con cada hombre que enviaban, solo aumentaba el número de muertos. Sería un trabajo más apropiado para un Shay, pero son pocos los que quedan en estas regiones, y menos aún los dispuestos a viajar al Archipiélago tras la caída del Rey Torsvik  

— No tengo interés en saber sobre la caída del Rey de Aett — Interrumpió Ragnar con desdén. — Solo era un saqueador glorificado que aterrorizaba las costas desde aquí hasta el imperio del sur. Un ejemplo perfecto de los habitantes de ese lugar. — Hizo una mueca al terminar de hablar. 

— Si se trata de bestias, que llame a uno de esos cazadores de monstruos. — Gruñó Ragnar, dejando la jarra a un lado mientras jugueteaba con la carta entre sus dedos callosos. — No tiene nada que ver conmigo. 

— Podría ser trabajo para un Shay. —  Respondió Andreus, pensativo. — Pero pocos son los que se dejan ver por estos lados del continente, y menos aún cerca del Archipiélago. El difunto Rey les declaró la muerte a cualquiera que pisara sus tierras después de que uno de ellos fuera incapaz de salvar a su hija de una maldición. — Hizo una pausa, el humo de su pipa danzando entre sus palabras. — Pobre chiquilla, convertida en bestia a los quince años para luego ser sacrificada. — Observó con atención la mirada de su hermano, quien, como de costumbre en estas situaciones, lo miraba con hastío, esperando que llegara al punto. — Si quieres una respuesta, deberás leer la carta y tomar la decisión por ti mismo. — 

Ragnar escupió a un lado antes de rasgar el sello de la carta. Sus ojos recorrieron las líneas con creciente intensidad, su semblante transformándose gradualmente. La mueca de desagrado inicial dio paso a una mirada distante, sus labios tensándose en una línea firme. Por un momento, la preocupación atravesó su rostro como un relámpago en noche oscura, solo para ser reemplazada por una máscara de fría determinación al llegar a la última palabra. Alzó la vista hacia su hermano, quien respondió con un simple asentimiento. 

— ¿A qué hora sale el barco? — Cada palabra fue compartida lentamente, siendo más un reflejo personal que una mera banalidad. 

— Al mediodía. Con suerte, llegarás mañana por la mañana. A menos que partas en la madrugada, en cuyo caso arribarías al anochecer. — Al soltar la última parte del humo, dejo la pipa a un lado. 

— Iré por mis hachas y partiré cuanto antes. — 

— No irás solo. 

— Puedo defenderme — Replicó Ragnar, un atisbo de preocupación colándose en su voz— Todos los hombres están ebrios o heridos por el combate. Ninguno será capaz de seguirme, ni de comprender lo que es el archipiélago o sus peligros. 

Andreus sonrió ante las palabras de su hermano. Exhalando la última bocanada de humo, clavó sus ojos en él. 

—Por eso tengo al único hombre capaz de mantener la curiosidad y el enfoque necesario. 

— ¿Quién? — Volvió a gruñir el isleño con malestar. 

Como respondiendo a su pregunta, las puertas de la taberna se abrieron de par en par, revelando la imponente figura de un hombre alto, de barba rojiza trenzada y ojos carmesí. Salomón se desabrochó la capa de terciopelo ennegrecido antes de dar un par de pasos al interior. Su mirada, al igual que la de Andreus, revelaba las marcas del insomnio. Ragnar gruñó en respuesta cuando ambos hermanos vieron al errante, sobre todo cuando Salomón se acercó a la mesa.  Sin darle oportunidad de hablar, Andreus ordenó: — Toma tus pertenencias, partiréis de viaje. 

Salomón arqueó una ceja ante las palabras del Imperial, pero frente a la actitud hosca del isleño, se limitó a asentir antes de subir las escaleras hacia sus aposentos, dejando a Ragnar y Andreus compartiendo un último momento antes de la llegada del mediodía. Momento en el cual, Ragnar solo partió, una vez asegurado el bienestar de Andreus, quien, al no poder acompañarle al puerto, se despidió de mano, pero Ragnar lo detuvo para darle un abrazo, un acto poco común de este mismo, por lo que, ante la sorpresa, Andreus no cuestiono ni pregunto solo lo mantuvo hasta que estuvieron listo para despedirse.  — Eres mi hermano, ahora y siempre. Estaré aguardando cuando decidas volver. — Pronuncio cada palabra con cuidado, a lo cual, Ragnar no respondió tan solo asintió en señal de agradecimiento, antes de empujar al errante fuera del local, en dirección al muelle.  

Andreus  espero un tiempo, primero terminando las cuentas antes de aceptar la partida, momento en el que soltó un suspiro antes de continuar con el deber. Esperando hasta media mañana, cuando comenzó a ascender en dirección al tercer piso, con paso mesurado, sus botas apenas susurrando contra los escalones de madera. Al llegar al corredor que conducía a los aposentos de la capitana, se encontró con un espectáculo que, aunque no le sorprendió, le arrancó una sonrisa discreta: un marinero de hombros anchos y una mesera de cabellos cobrizos emergían de la habitación, sus ropas desarregladas y sus rostros enrojecidos delatando la naturaleza de sus actividades nocturnas. Al toparse con la mirada de Andreus, ambos desviaron los ojos, la mesera ajustándose el corsé mientras el marinero intentaba, sin mucho éxito, parecer digno. 

— Señor. — Murmuró el marinero con un torpe saludo militar, mientras la muchacha se escabullía escaleras abajo, sus mejillas ardiendo casi tanto como su cabello. 

Andreus respondió con un asentimiento cortés, esperando a que se alejaran antes de acercarse a la puerta. Golpeó tres veces con los nudillos, el sonido reverberando en la madera pulida. 

— ¿Quién disturba mi paz? — La voz de Bershka, ronca y divertida atravesó la puerta. 

— Vuestro socio más prudente — respondió Andreus, manteniendo un tono formal que contrastaba con la situación. 

— Ah, el Imperial. — Pudo oírse como algo se movía en el interior de la habitación, haciendo un pequeño ruido al ser movido. — Adelante, adelante... si te atreves. 

El interior de la habitación era un testimonio del caos placentero de la noche anterior. Sábanas de seda arrugadas se derramaban del lecho hacia el suelo como una cascada de tela, mientras prendas dispersas marcaban un sendero errático por la estancia. Una botella de vino tinto, casi vacía, descansaba sobre la mesa junto a tres copas en diferentes estados de uso. Sin contar otros artilugios empleados para el uso privado del ser humano, al igual que algunas cuerdas atadas en los bordes. Hizo lo posible por mantener un tono serio, hasta que avanzo a mitad del cuarto, donde en el ala derecha, se encontraba el vestuario y en medio de este, una tina de cobre.  

Bershka se encontraba sumergida en el agua perfumada, de aceites de lavanda y romeros, creando volutas de vapor en el aire fresco de la mañana. Su cabello oscuro, húmedo y brillante, caía sobre sus hombros como una cortina de ébano. Una pierna descansaba sobre el borde del baño y ambos brazos igual. Resaltando en parte, la figura tonificada y marcada, de quien ha vivido mucho tiempo en el camino, siendo las cicatrices en las extremidades, pruebas de ellas, que relucían como líneas plateadas en su piel morena. Mantuvo los ojos cerrados un instante más, apreciando el deleite del momento hasta que observo a Andreus, quien, con sus ojos azules, apartaron la mirada al otro extremo de la habitación, en un lugar distante. Ante ello, con una divertida curiosidad hablo.  

— Veo que lograste una gran cacería en la noche. Bastante productiva. —Comentó Andreus, eligiendo cuidadosamente un sillón que parecía haber escapado de las festividades nocturnas. 

— Oh, querido — sonrió Bershka, jugando con el agua entre sus dedos. — Recuérdame que es lo que suele predicar aquel clérigo imperial, que sueles recitar. — Hizo una pausa antes de recogerse el cabello. — "Aprecia la bendición del momento presente como quien bebe el rocío del amanecer, pues cuando las sombras de la prueba oscurezcan nuestro camino, el alma añorará la luz de esta paz." — Soltó una leve risa al recitar parte del sermón. 

 

 

 

— No considero, que este es el tipo de escenario donde se contemplaría ese tipo de lección. — Respondió él, sacando su pipa con deliberada lentitud. — Aunque debo admitir que tu... método tiene cierta efectividad. 

— Disfruto de saber, que apruebas mis métodos. — Declaró Bershka al irse incorporando sobre la tina, antes de dar un paso afuera, en busca de una tolla para enfrentar el recorrido de las gotas, al deslizarse por cada parte línea de su cuerpo. — Pero es suficiente de charla trivial. — Una vez sin la preocupación de la humedad, comenzó a vestirse a medida que hablaba. — Has enviado a tu hermano y al errante al norte. ¿Por qué? 

La sonrisa de Andreus se desvaneció gradualmente, mientras encendía su pipa con movimientos precisos. 

— No esperaba que se supiera tan pronto.  

— Si has llegado a considerar, que eres el unico con ojos y oídos en todas partes, me temo que te ha segado el orgullo. — Primero comenzó con los pantalones, seguido de la camisa. — Aun así, has venido a decírmelo y eso debo de reconocerlo.  

— No he olvidado mi lugar. — Respondió con lentitud, eligiendo el tono y forma adecuada. — Es un encargo especial, el cual traerá sus frutos una vez finalizado.  

— ¿Cuánto tiempo estarán por fuera?  — Una vez vestida, salió del Vestier, lanzando la toalla a la cama, en lo que se dirigía hacia el espejo cerca de la cama, lugar donde descansaba parte de las correas de cuero, pertenecientes a su armadura. — Desde que te conozco, siempre te he otorgado la libertad de ir y venir, confiando en tu consejo producto del esfuerzo y beneficio otorgado. Pero en los últimos meses, te has distanciado, quisiera que compartieras el motivo de ello.  Ya que no es la primera vez que diriges hombres para tus propósitos, fuera de contratos vigentes. 

— Todo lo que hago, lo hago de acuerdo con nuestro trato. — Dejo salir el humo lentamente, observando como ella se colocaba la armadura. — Por ello mismo, ambos estarán en lo que calculo, una semana en ausencia. 

— ¿Que hay con nuestros hombres? ¿También los dejaras ausentes? ¿Libres hasta que se termine nuestro oro y luego amenacen con marcharse o, peor cuando eso suceda? 

— No. Ya he solucionado nuestra estadía. — Hizo un gesto un tanto teatral al sacar una carta de su cinto. — He hablado con el alcalde de la ciudad. Esta más que contento con el acuerdo de contratar nuestros servicios en la reconstrucción de la ciudad y patrullaje de esta, en lo que la guardia se recupera. También accedió gustoso a cubrir alojamiento y tratamiento médico con los doctores disponibles, que no estén al cuidado a los más afectado tras el ataque. — Sonrió al extender la carta ante ella, quien la tomo entre sus dedos. 

— Siempre tan efectivo. — Leyó brevemente el documento antes de devolverlo. — Es por lo mismo, que no soporto que tengas tu propia agenda, habría tanto a lo que alcanzar si decidieras quedarte.  

— Me cuesta comprender lo último. 

— Desde hace mucho, estoy al tanto de lo que planeas. — Se acerco a un costado de la cama, cerca del suelo, donde descansaban sus cimitarras. Las cuales, al portar en las manos, volvió a ver a andreus, quien la seguía con la mirada. — He tolerado tus juegos porque siempre has entregado resultados. Pero dime algo... cuando llegue el día en que completes tus preparativos y te marches, ¿seguirás recordando quiénes fuimos para ti?  — Una vez enfundadas ambas armas, se organizó los brazaletes de cuero, seguido de una revisión de su armadura. — ¿O solo somos herramientas de paso? — Una vez asegurada su ropaje, se detuvo ante el imperial, quien ya no mantenía la sonrisa en su rostro, sino una mirada distante. —  Deberás de preguntarte, cuál será el precio que pagaran, quienes son leales a ti. 

Andreus no respondió ante las palabras de ella, tan solo la miro en un silencio casi sepulcral, el cual fue suficiente para la capitana, quien no espero a que hablara, tan solo se dirigió a la puerta. Lugar donde sin verlo, hablo. — Espero que el precio de tu ambición valga más que las alianzas que dejas atrás. — La puerta se cerró con un golpe seco, el eco resonando como un juicio en la estancia vacía. El sonido perduró en el aire, transformándose como un recuerdo que se desvanece en la bruma del tiempo, hasta convertirse en el golpeteo rítmico de las olas contra el casco de madera. El eco de aquel portazo se fundió con el bramido del mar, que ahora mecía el navío en su danza perpetua.  

La tormenta se había convertido en una lucha de voluntades alrededor del archipiélago, más una advertencia que un simple obstáculo. La barcaza se mecía con violencia entre las olas mientras los marineros corrían de un lado a otro, asegurando la mercancía y luchando por mantener las velas. El miedo era visible en sus rostros sudorosos, y las plegarias a los dioses se mezclaban con el rugido del viento. 

 

En medio del caos, Salomón permanecía inmóvil en un rincón, consciente de su inutilidad en tales circunstancias. Su inexperiencia en el mar lo convertía más en un estorbo que en una ayuda, y su propio cuerpo lo traicionaba. Inclinándose sobre la borda, expulsó el contenido de su estómago mientras sus ojos captaban movimiento entre las olas amenazantes. Algo serpenteaba bajo la espuma marina, pero prefirió atribuirlo a su mente febril. Mientras la tormenta azotaba la cubierta, en las profundidades del barco, Ragnar se removía inquieto en su camarote.  

El vaivén del navío se entrelazaba con sus pesadillas, donde las aguas embravecidas se fundían con fragmentos de su pasado. Rostros difusos de norteños lo miraban con desprecio, sus labios formando la palabra "mestizo" como una maldición silenciosa, mientras el sonido de espadas desenvainadas resonaba en la distancia. La escena de su sueño se transformó, transportándolo al templo de los dignos, donde todo aspirante a un nombre en la cultura isleña debía probarse. Pero las pruebas no buscaban medir su valía; eran una trampa mortal donde sombras portando hachas y espadas se abalanzaban sobre un niño indefenso. El recuerdo se distorsionaba, convirtiéndose en un presagio del odio enquistado entre isleños e imperiales. 

En su pesadilla, las paredes del templo se derretían como cera, transformándose en olas oscuras que amenazaban con devorarlo. Entre la bruma del sueño emergió una figura familiar: su madre, erguida sobre las aguas turbulentas, su silueta desvaneciéndose como humo en el viento. Extendía su mano hacia él, sus labios moviéndose en palabras silenciosas, mientras una energía antigua y poderosa pulsaba en el aire, como la respiración de algo primordial y terrible. Un grito agudo cortó la noche tormentosa, arrancando a Ragnar de su pesadilla. Se incorporó de golpe, el sudor frío mezclándose con el agua de mar que se filtraba por las maderas. Sus dedos encontraron instintivamente el mango de su hacha, aferrándose al desgastado roble mientras sus ojos escudriñaban la penumbra del camarote. 

La magia antigua de su sueño persistía como un sabor metálico en su lengua. Buscó la carta entre sus pertenencias, repasando las palabras que lo arrastraban de vuelta a estas tierras que juraba odiar. Pero antes de poder sumergirse nuevamente en sus pensamientos, otro alarido, más desgarrador que el primero, atravesó la noche. Esta vez no había duda: el grito provenía de la cubierta superior. Ragnar se levantó de un salto, el hacha firme en su mano, y se precipitó fuera del camarote. La carta cayó al suelo húmedo, sus letras destiñéndose mientras las aguas la engullían, dejando visible solo un fragmento: — Ella ha desaparecido, ven si aún te queda algún atisbo de aprecio por... — 

 

 

La lluvia lo golpeó con fuerza mientras emergía a cubierta, donde una escena macabra se desarrollaba. Un grupo de marineros se amontonaba en la borda de estribor, sus rostros mezclando horror y fascinación. Señalaban hacia un islote apenas visible entre las olas, donde, iluminada por relámpagos intermitentes, una criatura desafiaba toda lógica mientras se alimentaba de su presa. 

Era una sirena, pero no como las de las historias de taberna. Sus alas negras y membranosas se extendían como velas rasgadas, agitándose mientras desgarraba la carne de uno de sus compañeros. El cuerpo del marinero yacía inerte sobre las rocas, parcialmente sumergido, mientras la criatura se deleitaba con su festín. Cada relámpago revelaba escamas que brillaban como obsidiana mojada, y de sus fauces, repletas de dientes afilados como dagas, emanaba un sonido entre canto y chillido que se mezclaba con el rugido de la tormenta. 

Salomón observaba con horror y fascinación, mientras los murmullos de la tripulación se convertían en plegarias por el alma del caído. Ragnar permaneció en silencio, su mirada fija en el horizonte, hasta que la voz del capitán cortó el aire: —¡Tierra a la vista! ¡A sus puestos, ratas miserables! ¡Ya habrá tiempo para llorar cuando estemos a salvo! —Los marineros volvieron a sus tareas, aunque sus rostros seguían marcados por el horror de lo presenciado. Salomón buscó en Ragnar alguna palabra de explicación, pero solo encontró una mirada distante, perdida en pensamientos que parecían tan oscuros como las aguas que los rodeaban. 

El eco de la tormenta se fue distanciando con la llegada del amanecer, el cual derramaba sus notas color miel sobre la espesa isla, dibujando sombrar largas entre los pinos que se mecían con la brisa marina. Una mujer con rostro fatigado, producto de varias noches en vela, emergió desde los muelles hasta el sendero que conectaban los talleres, y su ascenso hacia las diversas cabañas de la montaña, de la más alta y cercana del bosque. Con un cesto de ropa húmeda y con los ojos entornados a la luz del alba, acompañada del aire salado, entorno sus pasos hacia las cuerdas que usaba para secar la ropa. 

A medida que extendía las sábanas, que llegaban a ondear igual que velas en alta mar. Detrás de estas mismas, aparecieron dos chiquillos, de cabellos rubios y ojos brillantes, que, entre risas contenidas y movimientos traviesos, jugaban a intentar atraparse. Haciendo que ella los mirara con cierta alegría ante la inocencia juvenil, pero también con preocupación ante sus actos. — ¡Sven! ¡Frey! ¡Tened cuidado con esos juegos! — Llego a pronunciar las palabras antes de perderlos entre el laberinto de sabanas, que usaban de escondite. 

 

 

Poco sirvió su intromisión, en la medida que los chiquillos jugaban, pero igual que quien tiene responsabilidad, volvió a sus tareas domésticas, llegando a alzar una sábana más, antes de dejarla caer al observar un barco del continente. En culla bandera, se observaba un escudo mercante, de un cofre entreabierto con monedas a su alrededor. Simbolizando los motivos de este, sin ello o portar otra bandera que no perteneciera a los clanes del archipiélago ya habría sido saqueado por los habitantes de las islas. Debió de respirar un momento, hasta estar segura de que no se trataba de un navío imperial, el recuerdo de naves negras, surcando la marea en dirección a las playas, bajo el estandarte de una orca atravesada por una lanza.  

A medida que su respiración se agitaba, podía llegar a escuchar, los rugidos de sus familiares, a medida que corrían en dirección al bosque, en espera de escapar de los esclavistas. Ese recuerdo, hizo que se llevara la mano izquierda al cuello, al escuchar un fuerte grito. A acariciando suavemente la cicatriz que le recorría de extremo a extremo, producto del collar de los cazadores. En ese gesto, pudo oírlo. —¡Monstruo del norte! —gritó Sven, blandiendo una rama como espada. En dirección a su hermana, quien detrás de una sábana ondulante, evitando el movimiento de su hermano, le grito con suficiente fuerza en replica. —¡Y tú eres un mestizo imperial! — 

Las palabras golpearon la sobresaltaron hasta llevarla al punto de recordar el sonido del látigo y el olor de los imperiales sobre su espalda. Haciendo que gritara —¡BASTA! —su voz cortó el aire igual que aquel sonido distante—. ¡Entren ahora mismo! ¿Quién les enseñó esas palabras? ¡No quiero volver a escucharlas! —Los niños se quedaron paralizados, sus rostros palideciendo ante la furia maternal, antes en terminar en llanto al sentir el dolor en sus mejillas, producto de la bofetada de su madre. Quien, al sentir el calor de las lágrimas sobre su mano, la hicieron apartarse con horror, sosteniendo su mano izquierda con la derecha. Encontrándose con el dolor en sus dedos, en especial, en el alunar faltante. —Lo siento... yo... oh, padre del gran roble, lo siento tanto. — Comenzó a repetir una y otra vez, pero el dolor en los ojos de ambos chiquillos, hicieron que se quedaran en silencio ante la atenta mirada de su madre, temerosos de su reacción. 

—Vaya manera de comenzar la mañana, ¿Están bien? —Klaus, el trampero, emergió del sendero del bosque con su habitual sonrisa torcida que luego cambio a una delgada línea al observar la escena. Los chicos al verlo y luego ver a su madre optaron por caminar de regreso a la cabaña, ante las palabras de aliento del hombre, quien les aseguraba que todo estaría bien—. Los críos solo están jugando. —  Fue lo que alcanzo a decir, antes que ella lo abrazara con fuerza, sintiendo el pulso errantico de su corazón.  

 

 

Se quedaron ahí en silencio por lo que pareció una eternidad. El trampero espero pacientemente hasta que ella fue volviendo en si lentamente. Primero observo el desorden de la ropa al rededor y luego al hombre, quien la calmo delicadamente antes de llevarla hasta un tronco para que se sentara. Haciendo gala de su unico brazo, Klaus se encargó de recoger todo y dejarlo sobre el cesto de ropa, antes de sentarse al lado de ella. Desde la cima de la colina, podían alcanzar a ver los barcos al atracar al puerto, el movimiento de los talleres y el lejano murmullo de los vecinos.  

—No son juegos inocentes, Klaus —murmuró en voz baja, en la medida que se limpiaba las lágrimas y respiraba. Sus cabellos dorados se desplegaban sobre sus hombros, las pequeñas manchas de su rostro, producto al trabajo bajo la luz del sol, al igual que la sombras en sus ojos, mostraban el tiempo que había pasado en vela. —. Son ecos de lo que escuchan, de lo que está creciendo en la isla. 

Klaus se apoyó con su único brazo en un intento de buscar una postura más cómoda. Al hacerlo, la capa de piel de oso, tapo el brazo faltante al cubrirlo, haciendo que su expresión mostrara su dolor al recordarlo. —Han encontrado otro cuerpo esta mañana, cerca de los acantilados del este. Como los otros. Varios consideran que se trata de una reprimenda del gran padre ante el distanciamiento de los valores del norte. Otros consideran que es producto de piratas quienes aprovechan las luchas entre clanes, en busca de quien será el nuevo rey. Pero... — Aparto la mirada, al ver como ella lo observaba con tristeza.  

— Culpan a los mestizos. Siempre culpan a los diferentes. —Sintió que las lágrimas comenzaban a formarse en sus ojos. —Esta tierra... se está volviendo más salvaje cada día. El odio crece como marea, Klaus. —  Comenzó a sollozar al hablar. — Mis hijos no deberían crecer escuchando estas palabras, viendo esta violencia... 

Klaus se acercó, envolviéndola torpemente con su único brazo mientras ella dejaba escapar un sollozo contenido. —Si algo he aprendido en la caza. — Busco el momento para hablar, en espera de que pudiera calmarse un poco. —Las tormentas siempre pasan, Sigrid. Siempre lo han hecho. 

— No lo hacen, solo empeoran cada temporada. — Aparto la mano de Klaus con cierta brusquedad. — Desde que éramos niños. Nos contaron historias de héroes, de la lucha por el deber, el honor y una muerte en combate. — Se puso de pie, mirando cuanto le rodeaba, en especial la puerta entreabierta de la cabaña. — Nos dicen que muramos por el gran padre, y de acuerdo con ello, una de sus doce hijas bajara de su reino a reclamarnos. Para colmarnos de glorias. — Se seco las lágrimas bruscamente. — Pero lo unico que logran, es hacer que perdamos a nuestros parientes, a nuestros amados e hijos. — A medida que hablaba, la frustración ganaba. — No quiero que mis hijos vivan así. No quiero que crezcan en medio de las islas. En tres años vendrá por Sven para llevarlo al templo de los dignos. 

Klaus la miro brevemente, sintiendo un dolor en su extremidad perdida. Se paso la lengua entre los labios, en un intento de alargar cuanto pudo el momento. Pero ante aquellos ojos oscuros, supo que debía de hablar, aun si eso era lo que quería evitar. — ¿Sera apto de pasar la prueba? — Cada palabra, solo empeoro la reacción de Sigrid, quien paso de pesar a ira y luego a un desaire que la hizo mover la cabeza de forma negativa. 

 — Con suerte, podre hacerlo pasar por un enfermo. Comenzare a darle menos raciones para que adelgace, así evitaran verlo en primer lugar. — Al concluir la oración, pido para sus adentros perdón a Fredis, la matrona de la salud, por lo que dijo. — Así sabre que podrá estar a salvo.  

— ¿Y Frey? — La pregunta, solo engrandeció el malestar de Sigrid, quien se mordió el labio al pensar en sus palabras. 

— No lo se. Cada año vienen sacerdotisas del templo de Melis, Hela o Friggs. Podre hacer que Frey se les una. Estará más segura entre las sacerdotisas, antes que algún aspirante a jarl ponga sus ojos sobre mi chiquilla.  

Klaus se llevó la mano hasta el rostro, antes de soltar un suspiro. No quería pensar en la edad de los chiquillos, tampoco en las diversas ramas de lo que podría pasar en el destino. El simple acto de pensarlo, le recordaba el dolor de su brazo faltante. En lo que tuvo que hacer para perderlo, y ahora, ante sus ojos, con ver a Sigrid hablar de sus hijos, se preguntaba si haberlo arriesgado valía la pena, al haberles dado la posibilidad de tener un futuro mucho peor de lo que habrían tenido en un inicio. Su silencio fue suficiente para que Sigrid se percatara de lo que pensara, haciendo que se acercara tímidamente ante él, tomándolo con ambas manos. 

— Lo siento. No quería... 

— Todos tomamos decisiones. Estamos entrelazados en la gran red del destino. Mia fue la decisión que tome. No fue por los dioses ni juramentos. — Apretó con suavidad las manos de Sigrid. Sintiéndolas cálidas y ásperas al tacto. — Se que las cosas han sido difíciles desde la desaparición de la vieja Íngrid. — El recuerdo de la vieja artesana, de ojos brillantes y cabellos cenizos, hizo eco en su memoria por unos instantes. — Se lo mucho que te apoyo durante estos años, y comprendo profundamente el dolor de su ausencia. Por eso hare ante ti una promesa que ni los dioses podrán quebrantar.  — Con cariño tomo una de sus manos y se la llevó a la espesa selva que tenía por barba. — No sé cómo, ni cuándo. Pero te prometo por el brazo que aún tengo, que hare lo posible por darte una vida lejos de estas islas. 

Sigrid intento decir algo, pero solo se quedó en silencio. Acaricio el rostro de Klaus con ternura. Desde su cabello arremolinado, hasta sus parpados, las quemaduras en su rostro hasta detenerse en sus labios. Ambos lo sintieron por un segundo, incluso ella intento acercarse, pero al final fue incapaz de hacerlo. Ocasionando que el trampero asintiera al entender el motivo, haciendo que ambos terminaran abrazados en la medida que observaban el paso de la mañana. Con el canto de los pájaros, la danza de los árboles y el cielo que se iba despejando a medida que progresaba. Fue gracias a ellos, que sus miradas se percataron en dos extranjeros que subían el camino de la colina.  

En un inicio poca importancia les dieron. Era común que guerreros, viajeros o comerciantes tomaran el camino en dirección a los acantilados, a las viejas ruinas o al templo de los dignos y santuario de las sacerdotisas, e inclusive a quienes vivían en el interior de la isla. Pero ambos hombres destacaron, al no tomar el camino, sino que tomaron un cruce que los guiaba hacia el interior del bosque, pasando al lado de la cabaña donde estaban. Les habrían ignorado, hasta fijarse en como uno de ellos, usaba pieles de lobos huargos sobre sus hombres, tapando su rostro y cuerpo, y su acompañante, una cabeza más baja, pero igual de robusto, usaba una capa de terciopelo ennegrecía, que en otros tiempos habría sido rojiza, ahora, repleta de marches y costuras. Mostrando toscamente, el emblema de un oso, o al menos, lo que recordaba a uno. Ambos individuos continuaron el camino al interior del bosque, ocasionando que ambos espectadores, se cuestionaran su andar.  

A medida que se adentraban en el bosque de Ulfrsholm. Salomón no podía evitar observarlo con cierto asombro. Desde el sonido de diferencia ante el crujir de las hojas bajo sus botas, hasta la sensación frívola del viento gélido que bailaba entre las hojas antes de acariciarle cual amante distante. Incluso los árboles, a diferencia de los imperiales, eran tan inmensos que podrían llegar a ocultar todo el cielo si llegaran a desearlo. Por un segundo, llego a pensar en sus hojas. En la región que los imperiales llamaban El gran desierto, su tierra natal, en todos los años que vivió entre la dunas, peleas y licor, poco o nada le importo la historia de su tierra, pero ahora, a un mundo de distancia, comenzaba a recordar su hogar. 

Siendo por ello, que no podía evitar observar los árboles, de los cuales, cada tanto alcanzaba a ver diferentes símbolos tallados en la madera. En un principio, poca importancia les dio, considerándolos igual que las marcas de los enamorados que solía encontrar cerca de los barrios bajos de la ciudad donde habitaban. Pero al notar como Ragnar solía detenerse ante algunos, mirándolos fijamente antes de decir algo parecido a una plegaria, la curiosidad floreció ante ese gesto. 

—¿Son algún tipo de marca sagrada? —preguntó con cierta cautela a Ragnar, quien poco o nada, pareció impórtale su pregunta.  

En los tres años y medio que llevaba en la compañía, no se había detenido a pensar en el recorrido que habían realizado. Desde las caravanas de soldados que partieron de la ciudad de piedra carmesí, hasta las costas, desde donde emprendió el viaje hasta llegar al continente. En especial, desde el sur hasta el oeste, atravesando toda la frontera en trabajo en trabajo, hasta obtener la oportunidad de ingresar al imperio. Ahora en las gélidas costas del norte, en el archipiélago, aquella curiosidad por las historias había vuelto a florar, una sensación reconfortante, al recordar las conversaciones con Andreus sobre la historia local. 

—Una vez, Andreus me compartió algo sobre Aett—Añadió Salomón, mientras apartaba una rama de pino—. Me conto la historia de que Aett se forjó de los restos de la armadura del Gran Padre, cuando luchó contra los monstruos que habitaban la tierra. —Hizo una breve pausa antes de volver su atención al sendero—. Fue gracias a ello que los primeros norteños pudieron abandonar el mar y reclamar estas tierras como suyas. En agradecimiento, organizan incursiones en busca de peligros y riquezas, para honrar al Padre. 

Ragnar se detuvo frente a una de las marcas en los árboles, donde se distinguía la figura de un hacha con tres runas a su alrededor. 

—No soy un bardo ni un cuentacuentos de taberna para narrarte una historia —gruñó antes de reanudar la marcha. — Cuando volvamos, págale a alguno de esos idiotas para que te entretenga.  

Salomón dudo un segundo, mirando a Ragnar quien volvió a detenerse ante otra marca, en la cual se quedó un instante más de lo esperado, antes de cerrar los ojos y volver a emprender el camino, haciendo un gesto de que faltaría poco para llegar a su destino. Pero ante el silencio del bosque, opto por volver a hablar. 

— Andreus siempre ha valorado el conocimiento — Soltó el comentario en un gesto nostálgico, al pensar en las conversaciones con el imperial. —. Me ha enseñado tanto sobre el Imperio y sus fronteras que pensé... — Hizo una pausa, en un intento de encontrar la palabra que fuera apropiada, ante la indiferencia de Ragnar, consideraba que no le hacia las preguntas correctas. — pensé que tú podrías compartir algo sobre tu propia tierra. Al final, eres un hijo del Norte. 

 

Apenas terminó de pronunciar estas palabras cuando perdió de vista a Ragnar, quien, en un movimiento ágil, lo agarró de la ropa y lo empujó contra uno de los árboles. Sus ojos se habían tornado de un amarillo destellante, su respiración era agitada y sus colmillos brillaban mientras gruñía. 

—¡Mi hermano ha elegido aprender todo desde la comodidad de una biblioteca! —rugió, su voz cargada de desprecio—. ¡Siempre ha sido así! Hace planes, aprende desde la distancia y no se atrevería a viajar por sí solo de ser necesario. —Al observar que, en los ojos de Salomón, en aquel rojo carmesí heredado de su tierra natal, no había ni el más mínimo atisbo de miedo, sino la mirada de un hombre que intentaba comprender escupió al suelo y lo soltó—. ¿Acaso crees que, por haber escuchado las historias de un imperial medio norteño, entiendes algo de este lugar? —Señaló a su alrededor—. Aquí no hay nada especial, ni místico o único, como narran tus preciadas historias. Solo hay piedras, árboles y monstruos que se hacen pasar por personas. 

—Si tanto odias estas tierras —habló con cautela, midiendo cada palabra nuevamente, de la misma forma que hacía en los pozos de pelea de Khafra, lugar que, al recordar, no pudo evitar agarrar parte de la capa maltrecha que llevaba consigo, en un intento de no volverla a perder. —, ¿por qué aceptaste venir en primer lugar? ¿Qué hay aquí que hace que un guerrero como tú, siempre el primero en lanzarse a la batalla sin temor alguno, sienta tanto odio y terror? 

El viento del Norte aulló entre los árboles, agitando las ramas y haciendo que las runas talladas parecieran cobrar vida bajo las sombras danzantes. Siendo con ello, el inicio de una tenue niebla, que comenzó a acechar el bosque. 

—Déjame decirte algo, y no importa que seas de la confianza de Andreus o que la propia Bershka valore tus habilidades —Ragnar dio un paso hacia Salomón, su mano deslizándose casi inconscientemente hacia el mango de su hacha—. No eres, ni serás mi familia. No tienes el derecho ni has ganado mi respeto para hablarme como le hablas a mi hermano. Ni para suponer algo sobre mí. Solo eres un perro del desierto que, ante la más mínima muestra de afecto, decidió seguirnos esperando más. —  

Escupió al suelo luego de recitar la última palabra. Pero en vez de aspirar a encontrar algún sentimiento de temor, lo unico que recibió fue una sonrisa de los labios del errante, quien, ante un gesto desafiante, hizo que sus ojos de tono carmesí llegaran a destellar.  

 

—Podré ser un perro del desierto —respondió, manteniendo la mirada fija en los ojos amarillos de Ragnar—. Pero al menos confiaron en mí para acompañarte. Entonces, ¿qué dice eso de ti? ¿Qué clase de hombre necesita una escolta en su propia tierra? 

El golpe de Ragnar fue rápido y brutal, nacido de años de batallas y una ira largamente contenida. Salomón no intentó esquivarlo ni defenderse; lo recibió de lleno, entendiendo que a veces las verdades más profundas se revelaban no en las palabras dichas, sino en la forma en que éstas herían. Eso sintió en el rostro del isleño, no encontró odio, sino temor, que poco a poco se fue apagando para dar paso a su característico tono amargo. 

Los minutos que siguieron transcurrieron en un silencio tenso, como si ambos hubieran aceptado que discutir no los llevaría a ningún lado. Al llegar al final del camino, se toparon con una cabaña de madera. Estaba parcialmente cubierta por plantas, con un jardín delantero descuidado y varios troncos apilados, húmedos y olvidados. Era evidente que nadie había habitado ese lugar en mucho tiempo. 

Ragnar fue directo en sus palabras: —Revisa el perímetro. Asegúrate de que no haya nadie alrededor. 

Salomón arqueó una ceja y luego echó un vistazo a su alrededor. Lo único que rodeaba la cabaña era un bosque espeso, maleza y humedad. Observó cómo Ragnar se adentraba en la cabaña, y no pudo evitar notar un ligero temblor en la mano del isleño antes de cruzar la puerta. Aquello le hizo preguntarse qué tipo de lugar era ese para provocar una reacción tan humana en él. 

El aire húmedo, mezclado con el polvo que llenaba la cabaña, dificultaba la respiración de Ragnar. Permaneció quieto un buen rato, esperando que sus ojos se adaptaran a la penumbra. La escasa luz que se filtraba apenas iluminaba el interior: en el centro había una mesa, a la izquierda una pequeña cocina y, al fondo, con dificultad, distinguió dos camas. Una estaba desordenada, mientras que la otra permanecía perfectamente hecha, con una capa de polvo que evidenciaba el tiempo transcurrido sin ser usada. Soltó un suspiro ahogado y dio el primer paso hacia el interior. Una sensación de melancolía lo envolvió. Con el segundo paso, una imagen borrosa emergió desde lo profundo de su memoria, y con el tercero, escuchó una voz que creía olvidada. 

 

Mientras pasaba junto a la cocina, una visión lo tomó por sorpresa: un niño de cabello rubio, con un ojo hinchado y un diente faltante, hacía una mueca de dolor mientras una lágrima rodaba por su mejilla. —No entiendo por qué son malos conmigo. — Se tocaba con cuidado, el ojo adolorido que palpitaba con cada palabra. — ¿Por qué me atacan y me llaman mestizo? —la voz del niño estaba impregnada de tristeza. El eco de su madre apareció entonces, dejando un plato sobre la mesa antes de abrazarlo con ternura y besarle la frente, en un intento de consolarlo.  

Ragnar parpadeó, y la visión desapareció. La mesa volvió a ser lo que realmente era: un mueble cubierto de polvo con un cuenco vacío encima. Volvió a suspirar con molestia, antes de ver la cocina, la cual aún ante falta de uso, se seguía manteniendo organizada, con frascos de especias alineados junto a la ventana. De los cuales, se acercó igual que insecto embriagado a tomarlo entre sus manos, pasando sus dedos por diferentes especias, hasta detenerse ante la menta y el jengibre, los cuales desembocaron en una breve sonrisa en sus labios.  

La misma se mantuvo un par de segundo más, hasta que paso por la mesa de trabajo. Donde ante su negativa, el eco floreció, ahora la voz del niño cambiaba a la de un adolescente idealista, que en sus manos revisaba meticulosamente un brazalete de metal entre sus manos. Con la mirada atenta de un artesano que alaba su propia obra. —Se lo daré cuando regrese del templo de los dignos.  Ya verás como todo cambiara, cuando me acepten como guerrero. — Una sonrisa emergió de aquellos dientes blanquecinos. —Traeré grandes tesoros de las incursiones. Cuando eso suceda. Juro por mi honor, que te sacare de estos bosques, te llevare a los grandes salones y cuando obtengamos ese respeto, solo entonces, le pediré a ella que sea mi amada. Aceptaran quienes somos y me aseguraré de acabar con cualquiera que insulte nuestra sangre. — 

La voz resonaba con orgullo y esperanza, pero en un instante, la escena cambió en un parpadeo. Ahora el joven apareció herido, sangrando del pecho, mientras era colocado sobre la mesa por un hombre de cabello castaño y una mujer de cabello dorado. Ambos miraban desesperados a la madre del guerrero, rogándole que lo salvara. Resonando el lamento y gemidos de dolor del joven idealista, que poco a poco, fueron cambiando a aullidos cual bestia herida, insultando y maldiciendo a los dioses por lo sucedido.  

Cuando el recuerdo se desvaneció, Ragnar sintió un dolor en el pecho. Al darse cuenta, tenía la mano sobre la cicatriz que marcaba su corazón. Ante ello, decidió no seguir viendo la escena, ignorando el taller y la mesa, ahogando en lo más hondo de su mente aquellas palabras, pero los ecos cargados de ira y rencor no cesaron.  Solo aumentaron con el paso de los años, hasta que un día, igual que un árbol que cae en un fuerte estruendo, él se quebró y dejo salir toda esa ira ante la mujer.  

Finalmente llegó a las camas, y con ellas, al último recuerdo. Un hombre adulto, con el rostro endurecido por el odio, sostenía una botella en una mano y un saco de pertenencias en la otra. Su mirada estaba llena de furia mientras insultaba a su madre: 

—¿Por qué no me dijiste que había otros como yo? —gritó. Su voz arrogante no dejaba espacio para que nadie más hablara—.  ¡No te atrevas a pedirme que me quede, cual bruja! ¡Me mentiste! Solo eres una puta que pensó en sí misma. Aquí no hay nada para mí: ni gloria, ni respeto, ni amor. Se lo que hiciste, también se lo que susurran y hacen al vernos. Al menos con él, tendré una vida, es mi hermano, tenemos la misma marca. Con tendré la vida que merezco, y no con una puta como tú.  

La madre, con cabello ya ceniciento y ojos llenos de lágrimas, respondió con un bofetón. Su mirada de decepción fue suficiente para silenciar al hombre, quien escupió al suelo y salió, dejando tras de sí el sonido de la puerta al cerrarse de golpe. Ni siquiera la miro, tampoco le hablo o dijo palabra alguna, aun cuando la escucho disculparse con pena. Ante ello, Ragnar solo observo al hombre, con una mezcla de ira y arrepentimiento, casi gritándole que volviera a ver a su madre llorar, a su madre y con ello la enfrentara, pero el joven adulto no lo hizo, tan solo se marchó, dejando un silencio tan profundo que aun resonaba en el presente.  

Ante ello, se dejó caer sobre la cama, la madera crujió bajo su peso, y pasó una mano por su barba desaliñada, como si intentara borrar los fantasmas que lo perseguían. Sus ojos se alzaron hacia el techo ennegrecido por el tiempo, donde la figura del Gran Lobo del Padre aún lo observaba, rodeada por los siete cuervos que parecían juzgarlo desde su percha inmortal. —Volví, ¿lo ves? —murmuró con la voz ahogada, como si las palabras pesaran más que cualquier hacha que hubiera blandido en batalla—. Volví porque me dijeron que ella ya no estaba... Que había desaparecido. ¿Y dónde estabas tú? ¿Dónde estaban tus benditos cuervos para cuidarla, para protegerla, como siempre nos enseñaste? 

Su mirada ardió de ira, pero también de dolor. —¿No era suficiente que yo, un mestizo, un paria entre los imperiales y los hijos de Aett, me entregara a tus malditas enseñanzas? ¿Qué más querías de mí? Dejé esta cabaña, a ella, mi única familia en estas tierras, para perseguir gloria en el Imperio. Para probarle a Andreus, al mundo, que no solo podía seguir sus pasos, sino superarlos. Que yo también podía ganarme un lugar en las sagas. Pensé... pensé que, si lograba suficientes proezas, si me bañaba en la sangre de nuestros enemigos, tú la cuidarías. — Ragnar bajó la mirada y apretó los puños, las uñas clavándose en sus palmas, intentando contener la marea de emociones que lo azotaba. — —Lo creí, ¿sabes? A pesar de odiarte. A pesar de odiar estas tierras que solo me ofrecieron desprecio por lo que soy. A pesar de que mis propios hermanos me llamaban bastardo o mestizo. En el fondo... seguí tus costumbres. Canté tus canciones antes de las batallas, tallé tus runas en mi armadura, hasta ofrecí los primeros despojos de mis victorias a tus altares. Todo para que tú cuidaras de ella. 

Su voz se quebró, y un suspiro pesado escapó de sus labios. 

—Pero no fue suficiente, ¿verdad? Porque nunca lo es. Ni para los del Imperio, que me ven como un salvaje. Ni para los de Aett, que me llaman extranjero. Ni siquiera para ti. 

Se levantó de golpe, como si no pudiera soportar el peso de sus pensamientos estando sentado. Miró al Lobo del Padre con una mezcla de desafío y desesperación. 

—¿Qué querías de mí? ¿Que muriera en batalla, clamando tu nombre? ¿Qué rechazara a Andreus y me hundiera para siempre en este maldito bosque? ¡Dime! ¿Qué tenía que hacer para que la cuidaras? Porque yo ya no sé quién soy. Ni imperial, ni hijo de Aett. Solo un hombre que lo perdió todo, incluso a la única persona que me vio como algo más que un guerrero. —  El viento sopló desde las rendijas de la cabaña, como si el bosque respondiera con un susurro helado. Ragnar cerró los ojos un instante, tragando saliva con dificultad. Cuando volvió a hablar, lo hizo con una calma que nacía del agotamiento más que de la serenidad. — —Dices que proteges a los tuyos, que honras a quienes luchan por ti, pero aquí estoy. Solo, sin madre, sin hermano, y sin raíces. ¿Dónde está tu protección ahora? ¿Dónde está el sentido de tus malditas lecciones? 

El silencio volvió a cubrir la estancia. Sentado sobre la cama, su mente divagaba entre recuerdos borrosos e ideas difusas sobre qué haría a continuación. Habría pasado por alto el suave aleteo que venía del exterior, atribuyéndolo a cualquiera de las aves que habitaban el bosque, pero el graznido que siguió le hizo levantar la mirada. Un cuervo de plumaje oscuro y ojos de ébano lo observaba desde el alféizar de la ventana. 

El graznido del cuervo resonó como una advertencia en el silencio del bosque. Ragnar se quedó inmóvil, estudiando al pájaro negro que lo observaba desde el alféizar, sus ojos brillantes como cuentas de obsidiana. No era supersticioso, pero había algo inquietante en la presencia del animal, algo que le erizaba la piel. Tomó su hacha con dedos tensos, pero al dar el primer paso, un crujido bajo su bota lo detuvo en seco. 

No era el familiar crujir de la madera del suelo, sino algo más delicado, más frágil. Al bajar la mirada, su corazón dio un vuelco: un collar de conchas de nácar yacía destrozado bajo su peso, sus fragmentos azulados dispersos como estrellas caídas sobre la madera oscura. 

—Nácar de los acantilados... —murmuró, mientras recogía los fragmentos con dedos cuidadosos. El tacto helado de las conchas le trajo recuerdos del mar embravecido, de las olas rugiendo contra los riscos grises donde el cielo se fundía con el océano en días tormentosos—. ¿Qué hacías con algo así? 

Levantó la vista hacia la ventana, pero el cuervo ya había desaparecido, como un mal presagio que cumple su propósito y se desvanece. Chasqueó la lengua, sus ojos volviendo al collar destrozado. Los acantilados eran zona prohibida, y no sin razón. Las historias de desprendimientos mortales se mezclaban con susurros sobre sirenas y navegantes desaparecidos. Las imágenes de cuerpos hinchados por el mar, encontrados en las playas rocosas, atravesaron su mente como relámpagos oscuros. 

Antes de partir, su mirada se detuvo en el antiguo cuadro del lobezno del gran padre y sus siete cuervos. Intentó ignorar la conexión que su mente quería establecer, pero la inquietud ya se había instalado en su pecho. Al salir de la cabaña, el cuervo había regresado, siguiendo cada uno de sus movimientos con una intensidad perturbadora hasta que se internó en el bosque. 

El silbido llegó antes que el impacto: una flecha se clavó en el tronco junto a él, astillando la corteza. 

—¡Ni se te ocurra moverte! —La voz resonó entre los árboles, áspera como corteza vieja. 

Sus dedos encontraron el mango del hacha por instinto mientras dos figuras emergían de la espesura como espectros del bosque. El primero, un cazador de barba salvaje y mirada dura, cubría su brazo ausente con una piel de lobo, mientras su mano útil empuñaba una espada que apuntaba directamente al pecho de Ragnar. A su lado, una mujer de cabellos dorados como el trigo maduro y ojos verdes como el musgo después de la lluvia, mantenía un arco tensado con la precisión de una depredadora. 

Ragnar estudió a sus atacantes en silencio, notando los pequeños detalles que revelaban sus debilidades: el temblor casi imperceptible en los dedos de la arquera, la forma en que el cazador compensaba el peso de la espada con una postura forzada. 

—¡Entrega lo que has robado! —El cazador escupió las palabras como si fueran veneno. 

Ragnar permaneció impasible, su silencio actuando como una provocación involuntaria. El cazador se volvió hacia su compañera, murmurando en la antigua lengua de las islas sobre la posible idiotez de su presa. La mujer, sin embargo, mantuvo sus ojos fijos en Ragnar, estudiándolo con una intensidad que sugería que intentaba recordar algo importante. 

—Más te vale decir que estás perdido —advirtió ella en la lengua del continente, su voz firme pero con un matiz de curiosidad—, antes de que tengamos que tratarte como el ladrón que pareces. 

—Busco a la mujer que vive en esta casa —respondió Ragnar en el idioma de las islas, su acento marcado por las vocales alargadas del continente. La sorpresa en los rostros de sus atacantes fue evidente. 

Klaus gruñó, pero Sigrid lo contuvo con un gesto. Había algo en el extraño que despertaba ecos de memorias que no lograba atrapar. 

—Desapareció hace tres semanas —reveló Sigrid, ignorando la mirada reprobatoria de Klaus. 

La preocupación atravesó el rostro de Ragnar como una sombra fugaz. Tres semanas. El mismo tiempo que él había pasado recorriendo las costas con la compañía. La coincidencia era demasiado precisa para su gusto. 

—¿Quién eres tú para preguntar por ella? —interrumpió Klaus, interponiéndose entre ambos—. ¿Un perro imperial? 

—¿Qué? —La palabra salió como un gruñido contenido de la garganta de Ragnar. 

—Solo los imperiales tienen la osadía de venir a nuestras islas, llevándose a quien quieren bajo la excusa de un diezmo —Klaus escupió al suelo—. Son perros que solo saben tomar. Aunque supiéramos qué le pasó, jamás se lo diríamos a uno de los tuyos. 

El hacha de Ragnar abandonó su cinto en un movimiento fluido, pero fue Klaus quien atacó primero, una sonrisa salvaje en su rostro mientras gritaba a Sigrid que disparara. La flecha nunca llegó: Ragnar ya se había adelantado, y el sonido del acero contra acero resonó en el claro como el trueno antes de la tormenta. 



 
 
 

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