Hora de una historia:
- Ciaran. D'ruiz
- 24 nov 2024
- 37 Min. de lectura
Capítulo primero: Búsqueda y propósito.
"Es curioso que preguntes cómo terminé entre parias, asesinos y mercenarios. Aunque estos últimos terminaron siendo mi familia. No recuerdo de dónde provengo; al menos, cuando lo intento, se convierte en algo tan distante que se me escapa de las manos, escurriéndose igual que la arena en pleno desierto. Es una sensación que odio, pero ahora es lo que más me recuerda a lo que alguna vez fue un hogar.
No sé quiénes fueron mis padres, si es que en algún momento los tuve. A quien sí recuerdo es a Ashax. Era el viejo tabernero de una taberna sin nombre. Cuando lo encontré por primera vez, no resultó bien, pero al final me tomó bajo su cuidado y me crió. Temí lo peor al inicio, mi rebeldía era muestra de ello, pero con el tiempo supe que estaba en un hogar.
Cada noche, cuando la taberna cerraba, se acercaba a mi habitación para leerme viejas historias sobre dragones y héroes. En aquel entonces me parecían ridículas, pero él no pasaba la página hasta captar mi atención o provocar una sonrisa. Me tomaba de la mano y me aseguraba que esas historias eran importantes. Aquel hombre regordete me enseñó a encontrar consuelo en esas narraciones. Me gustaban, me ayudaban a recordarlo, pese a lo que sucedió por mi error.
Tiempo después, recibí una carta a través de una mesera. La carta hablaba de sus últimos días, pasados en la relectura de esas mismas historias, ayudado por ella para pasar las páginas. No podría decir si era por vejez o por terquedad… Nadie te enseña cómo sobrellevar eso. Especialmente cuando pierdes tu rumbo y no sabes a dónde ir."
Carta encontrada en el cuarto de Wywern Salomón, dirigida a alguien con las iniciales L.S.
No pensó en el dolor que irradiaba de su rostro ni en la sangre que comenzaba a llenar su boca. El golpe que recibió del matón fue fuerte, y el dolor era insignificante en comparación con el estrépito de su propia necedad. La mano del agresor, llena de anillos que añadieron un toque cruel al golpe, aumentó la intensidad del dolor. Mientras el matón, con su bigote ridículo y coleta desordenada, le lanzaba insultos y escupitajos, Salomón solo podía intentar levantarse. El suelo, empapado en una mezcla nauseabunda de cerveza rancia, restos de comida y orines, era un buen impedimento para lograrlo. A pesar de todo, no podía dejar de prestar atención a la joven mesera.
Era nueva, y sus ojos brillaban con un tono rojizo que recordaba al desierto. Aunque no era su cabello oscuro o su tez de ébano lo que más le llamaba la atención; había algo en su presencia que lo atraía. Sin embargo, la sonrisa que habían compartido momentos antes se había transformado en una expresión de asombro, con los ojos abiertos de par en par mientras dejaba caer el charol lleno de bebidas.
—¡Eres un idiota, chico! —gritó el borracho, levantando a Salomón por el cuello de su ropa hasta que sus rostros quedaron a la misma altura—. ¡Mejor suelta lo que tienes antes de que te rompa!
Salomón miró al matón, cuyo rostro rechoncho, las cejas pobladas y el bigote empapado en cerveza formaban una visión grotesca. En lugar de ceder al miedo, empezó a reír, lo que solo enfureció más al agresor.
—¿De qué te ríes, idiota? —rugió el matón, su furia reflejada en los ojos enrojecidos.
—Eres aún más feo de cerca —respondió Salomón sin medir palabra, provocando una ola de risas nerviosas entre los presentes. Esto solo aumentó la ira del matón, que con un brusco movimiento lo arrastró hacia la entrada. Salomón hizo lo posible por resistirse, pero fue en vano. Solo alcanzó a ver la puerta, esperando el golpe, hasta que esa falsa ilusión fue reemplazada por la imagen de la ventana. El vidrio estalló en mil pedazos, seguido por el impacto contra el suelo.
En un parpadeo, la imagen maloliente y cálida de la taberna se desvaneció, reemplazada por el vasto cielo nocturno. Las estrellas brillaban con intensidad, aunque eran opacadas por la luna, que parecía aumentar de tamaño con cada segundo. El cielo del desierto era infinitamente más hermoso que el de las grandes ciudades, libre de edificios, castillos y torres que lo ocultaran. Salomón sintió una breve ola de tranquilidad al contemplarlo, un respiro de calma antes de oír el crujido de la puerta al abrirse.
Con un esfuerzo considerable, Salomón se levantó tambaleándose, tratando de recuperar el sentido. A su alrededor, el matón, que en su visión borrosa parecía duplicarse, comenzó a aclararse. Mientras su vista se ajustaba, notó que algunos clientes se acercaban para presenciar el final de la pelea, o al menos el resultado de la paliza.
Entre los rostros expectantes, dos en particular llamaron su atención. Aunque el mareo le dificultaba ver con claridad, logró distinguir a dos hombres que parecían tener una edad similar a la suya, aunque un poco mayores. Uno de ellos, el más alto, estaba vestido con pieles que claramente no pertenecían al desierto. Se llevó la mano al cinto para tomar un hacha, pero su compañero le hizo un gesto con la cabeza para detenerlo. El extranjero frunció el ceño, pero finalmente siguió a su compañero al interior del local. Salomón distinguió al otro extranjero, algo más bajo y robusto, pero en buena forma. La última imagen que tuvo de él fue su capa celeste, con un bordado de águila que resaltaba. Sintió una necesidad inexplicable de seguirlos, pero no pudo.
Otro golpe del matón lo hizo tambalearse. Intentó apartarse y seguir al extranjero, pero el hombre lo empujaba y golpeaba sin cesar. Esta vez, Salomón desvió el golpe con una mano, pasando por un lado del matón. Frustrado por no recibir un golpe directo, el agresor lo agarró de la ropa y lo lanzó al suelo en un intento de dominarlo. Salomón, ahora más consciente de sus sentidos, esperó el momento en que el matón lanzaría el golpe. No se resistió, esperó el ataque. En el instante en que el matón relajó la mano, Salomón abrió la boca y, con toda la fuerza que pudo, le mordió los dedos, desde el meñique hasta el anular. El grito del matón resonó en la taberna, y Salomón aprovechó el momento para tomar al hombre por la ropa y lanzarlo al suelo.
Lo golpeó en varias ocasiones, demostrando su valía ante el inesperado matón. Este, en su intento de recuperar el control, solo logró prolongar la agresión, hasta que llegaron los guardias. Armados con varas envueltas en cuero, separaron a Salomón del hombre a base de golpes, y lo estrellaron contra una pared. Salomón intentó hablar, pero un fuerte golpe en el rostro le cortó las palabras. Los guardias lo sujetaron mientras un tercero se acercaba al matón para preguntarle qué había sucedido.
—¡Ese idiota intentó robarme! —señaló el matón a Salomón—. ¡A mí, a un hombre de Boris!
Los guardias se miraron, dubitativos sobre cómo proceder. Al observar el rostro de Salomón, inflamado por el moretón, este no dijo nada, limitándose a mirarlos en silencio.
—¿Desea presentar cargos? —preguntó uno de los guardias.
—Sí, sí, lo que sea —respondió el matón, revisándose la mano derecha, donde dos de sus dedos comenzaban a sangrar y faltaban los anillos del meñique y el anular—. Espero que tengas fuerza, chico, porque esto no va a quedar así —gruñó antes de darle un último golpe en el estómago—. Eso fue por meterte conmigo.
El tercer guardia se interpuso entre ambos.
—Es suficiente, Yuga. Nos ocuparemos de él.
Yuga escupió al suelo en señal de desprecio, mientras los habitantes de la zona los observaban con creciente atención. El maloliente callejón empezó a llenarse de curiosos: algunos, atraídos por el espectáculo; otros, preguntándose si habría derramamiento de sangre. Dos extranjeros, en particular, parecían observar al chico con curiosidad.
—Esto —dijo Yuga, señalando a Salomón con rabia— no ha terminado. Aunque te lo lleves, me aseguraré de que reciba su castigo por meterse conmigo. Los chicos de la Polvareda no olvidan, y yo tampoco.
—Puede ser —respondió el guardia sin inmutarse—, pero hoy ha terminado. —Con un gesto, ordenó a sus hombres que se llevaran a Salomón a rastras, bajo la mirada del resto.
Yuga los observó marcharse, maldiciendo en voz baja a la guardia de la ciudad. Sin poder hacer mucho más, regresó al callejón en busca de sus anillos. Encontró uno en el suelo, pero tras una búsqueda infructuosa del otro, comenzó a lanzar amenazas a los presentes, sin darse cuenta de que, horas después, en una celda tan pequeña como un escobero y tan maloliente como una ciénaga, un hombre lleno de moretones estaría acostado en una cama de piedra, esperando a que el guardia se fuera. En ese momento, Salomón escupió en su mano un reluciente anillo con una gema verde que destellaba con un símbolo en forma de duna.
Salomón miró el anillo entre sus dedos, tan pequeño que apenas cabía en su dedo meñique. A pesar del dolor de sus heridas, esbozó una sonrisa al contemplarlo. Con solo verlo, podía asegurar que valía lo suficiente como para vivir cómodo durante una buena temporada. Ese anillo sería su único consuelo en los días venideros, cuando lo sacaban al patio de la prisión, un espacio rodeado de altas paredes arenosas y sin refugio del sol. Allí lo obligaban a sostener un tablón sobre su cabeza desde el amanecer hasta el anochecer. Quienes lo dejaban caer eran brutalmente golpeados, y los que no se levantaban eran ejecutados en el acto. Salomón soportaba el castigo con orgullo, sabiendo que cada noche lo esperarían más golpes antes de recibir su comida y volver a comenzar el ciclo al día siguiente.
Solo en las noches o los fines de semana, cuando era olvidado en su celda, sacaba el anillo de entre sus ropas para admirarlo una vez más, recordando por qué lo había hecho. Poco le importaba su vida; él, al igual que muchos otros antes y después, sería olvidado en los desiertos. En una ciudad donde el contrabando y la violencia eran el pan de cada día, eran pocas las personas que alcanzaban una vida digna, y aún menos las que lograban escapar de esa existencia.
Acurrucado en su cama, con una mano sobre las costillas, Salomón jugaba con el anillo entre los dedos. No podía dejar de preguntarse: ¿por qué? No tenía respuesta, ni siquiera estaba seguro de querer encontrar una. Solo debía haber alejado al matón del bar, pero no lo hizo. No era la primera vez que Yuga frecuentaba la taberna; siempre hacía alarde de su poder, molestando a quien se cruzara en su camino. Salomón recordaba al viejo Ashax, con su barba grisácea y sus ojos carmesí apagados por los años, insistiendo en dejar a Yuga en paz.
—Es un cliente —decía el viejo—, al igual que todos, merece un lugar donde descansar, aunque no nos guste.
Salomón siempre había considerado esas palabras ridículas, pero ese día fue incapaz de ignorarlas. Quizá estaba harto de ver a Yuga exhibir sus joyas y mujeres, o por el extranjero que llegó a la taberna ese día, un hombre que, pese a su apariencia noble y modales refinados, traía consigo historias de tierras más allá de colinas de arena y del vasto desierto. Esas historias, aunque distantes, encendieron una chispa en Salomón, dándole una pequeña esperanza de escapar del desierto.
Al día siguiente, lo sacaron de su celda a golpes. Con los ojos vendados, lo obligaron a caminar descalzo sobre el suelo de arena y roca. Después de un empujón y el chirrido de una puerta, le quitaron la venda. Parpadeó varias veces antes de poder ver con claridad en la tenue luz. Frente a él, estaba sentado un hombre de apariencia brusca, con una barba que, en otro tiempo, pudo haber sido rubia. Su rostro, cubierto de cicatrices, y sus ojos amarillos, destellaban con un salvajismo implacable.
—¿Dónde está el anillo? —preguntó el hombre con un acento desconocido, áspero como el sonido del agua o de una bestia salvaje.
Salomón lo miró confuso. —¿Qué... anillo? —respondió con voz ronca y seca por la falta de agua.
—¡No mientas! —gritó el hombre, golpeando la mesa con fuerza.
En ese momento, Salomón notó a un segundo hombre en la habitación, de aspecto más refinado, con una barba bien cuidada y ojos oscuros. Vestía una túnica bajo una armadura de cuero y una capa celeste sobre los hombros. Se adelantó, interviniendo.
—Ya que no respondes a las amenazas —dijo el hombre, moviendo una mano en señal de calma—, tal vez podamos hacerlo como hombres de honor. ¿Te parece?
Con una mano, tomó una silla del costado de la mesa y la colocó al lado del salvaje.
—Mi nombre es Andreus, de la casa Tenerius de Agatha. Y mi querido compañero y hermano es Ragnar Strombringe, del archipiélago de Aett.
Salomón los miró con extrañeza. Recordaba las historias sobre nobles de un lejano imperio al otro lado del mar, en un continente sin nombre en su lengua, dividido entre dos grandes imperios y múltiples reinos en guerra. De aquel lugar provenían historias de todo tipo: grandes héroes, monstruos, razas antiguas y criaturas que se ocultaban en vastos bosques o en lo profundo de la tierra. Siempre había creído que el mundo era más grande que los desiertos y las dunas, pero nunca consideró la posibilidad de encontrarse con dos extranjeros de aquellas tierras allí.
Intentó recordar alguna historia sobre Agatha, aunque solo podía pensar en el nombre de sus ciudadanos, los agathianos, conocidos por valorar las normas de cortesía y el comportamiento civil. Pero poco más lograba evocar, aparte de su cercanía con la historia. Al observar al segundo hombre, no recordaba nada sobre un lugar llamado Strombringe, pero sí acerca de un archipiélago cercano al continente, dividido entre diversas casas nobles que las historias solían describir como piratas y salvajes. Se decía que eran tierras como una taberna, donde abundaban los borrachos y las peleas eran la norma, al igual que las proezas cuestionables y las guerras interminables.
—¿Señor?
—Salomón —respondió con molestia.
—¿Sin apellido o título?
—Muchos no llegan a tener nombre al nacer, ni después. Solo los que provienen de alguna familia lo tienen. Los nacidos en la calle suelen llamarse errantes hasta que entran en algún gremio o son lo bastante valientes o idiotas como para darse un nombre propio.
—Comprendo. Salomón —Andreus habló lentamente, eligiendo con cuidado sus palabras—. No me andaré por las ramas. Necesitamos el anillo que le robaste a nuestro contacto, Yago.
—¿Qué les hace creer que tengo un anillo?
—Verás, a lo largo de los años, gracias a nuestro oficio, hemos aprendido que hay diversos motivos para iniciar una pelea. La codicia y la ira suelen ser buenos motivantes, pero al verte, esos dos no parecen encajar. Así que solo queda un tercero —Andreus se levantó de la silla, dio un par de pasos hasta Salomón y lo miró fijamente—: Protección.
Los ojos de Salomón se agrandaron antes de que su rostro comenzara a temblar.
—Si tú no lo tienes... ¿Cómo se llamaba la chica?
—Desdémona.
—Cierto, casi lo olvido. Deberíamos preguntarle sobre lo que buscamos, aunque no seremos tan agradables.
—¡Aléjense de ella, bastardos!
—Ah, así que conoces a nuestro padre —ambos hermanos soltaron una risa ante sus palabras—. Volveré a hacer la pregunta: ¿dónde está el anillo?
—¿Por qué lo quieren?
—Como dije antes, es importante para nuestro oficio. Hasta que no terminemos lo que hemos venido a hacer, no podremos volver a casa. Así que endulzaré el trato. Dánoslo, y te daremos tu libertad. Podrás regresar a tu vida y nosotros a la nuestra. ¿Trato?
Salomón se detuvo antes de responder. No soportaba la vida en prisión, pero al pensar en el exterior, se daba cuenta de que tampoco había nada a lo que volver. No podía llamar vida a ocuparse de borrachos malolientes para luego beber hasta el hartazgo, esperando el día siguiente para repetirlo. No provenía de una familia poderosa ni tenía los recursos para aspirar a algo más. Era un errante, como muchos otros. Habló, aprovechando esa realidad.
—Lo haré, pero no a cambio de mi libertad —dijo, haciendo que ambos hermanos lo miraran con extrañeza—. Sois mercenarios, ¿no? Las ropas, el acento y las armas no pertenecen a los desiertos. Os daré el anillo, pero solo si me dejáis formar parte de vuestro grupo.
Andreus lo miró por unos instantes antes de dirigir su mirada a su hermano, quien soltó un gruñido dudoso.
—Me temo que lo que pides no está en nuestras manos.
—Me habéis visto luchar. Soy fuerte, mis dedos son ágiles, y no caigo con facilidad.
El agathiano hizo una mueca, su mirada noble tornándose seria. Sus ojos lo observaron por un momento, meditando la propuesta en busca de una respuesta satisfactoria.
—Si nos lo das, no puedo prometerte tu... incorporación, pero hablaré con nuestra líder. Es ella quien debe decidirlo.
—¡Andreus! —gruñó Ragnar ante las palabras de su hermano.
—Es mi decisión, y en nombre de mi honor, lo haré.
El isleño volvió a gruñir, mostrando los dientes, solo para detenerse al final.
—No estará contenta con esto.
—Ni nadie, pero ya llevamos mucho tiempo en estas tierras y hemos avanzado poco.
Ambos hermanos intercambiaron una mirada distante antes de volver al errante, quien los miraba expectante.
—¿Es un trato? —Andreus extendió la mano, en señal de buena voluntad. Y a falta de opciones, Salomón aceptó.
Con el pasar de los días, su mente solía divagar, volviendo a aquellas historias que leía de pequeño. Pero, aun sentado en el rincón más oscuro de su celda, el aire se tornaba espeso. Sofocante ante el calor, que se mezclaba con un fuerte olor a sudor. Cada tanto, intentaba dormir un poco, pero los días comenzaban a desaparecer entre parpadeos. La espera lo había convertido en una piedra, inmóvil, resistente ante la incertidumbre. La sequedad en sus labios era muestra de ello.
Cada tanto, los pasos firmes de los guardias resonaban por los pasillos de piedra, el único recordatorio de que el tiempo avanzaba, aunque para Salomón se había detenido. La luz que se filtraba por una ventana alta en la celda apenas iluminaba su piel curtida por el sol del desierto. Su mente vagaba a los días de libertad, a las arenas cálidas y las noches bajo las estrellas, lejos de aquellas murallas de piedra que lo asfixiaban.
—Aún no deciden nada, ¿eh? —preguntó una voz ronca desde la celda vecina. Era un prisionero viejo, cuya barba le llegaba al pecho, alguien que Salomón apenas había visto, pero cuyo tono sugería que había pasado más tiempo tras las rejas de lo que cualquier hombre debería.
No respondió ante sus palabras. Sus pensamientos volvían a sus recuerdos, a la reunión con los hermanos. Consideraba que había demostrado su valía, que podía ganarse un puesto, y necesitaba hacerlo. Aun cuando otros prisioneros curiosos murmuraban sobre el encuentro, poco caso les hacía. Aspiraba a la grandeza, a algo que ellos no tendrían, pero no sabía cuándo ni cómo. Por eso, una tarde, su rutina de volver a sus recuerdos fue interrumpida. Los chirridos de las llaves en la cerradura lo sacaron de su ensimismamiento. Un guardia corpulento apareció en la puerta de su celda.
—Te vas, dunnano. Ya has pasado suficiente tiempo aquí —dijo con un tono seco.
Salomón frunció el ceño, pero no dijo nada. Se levantó lentamente, estirando los músculos adoloridos por la inactividad. Caminó hacia la puerta, sus pies resonando en el suelo de piedra. Al salir, notó que no había nadie más esperando. No había jueces, ni jefes, solo un par de guardias, cansados de su presencia.
—¿Por qué ahora? —preguntó con voz firme.
—Hemos aguantado demasiado tiempo. Este lugar no es para largas estadías —respondió el guardia mientras lo guiaba hacia la salida—. Además, ya no eres nuestra preocupación. Los cargos han sido retirados.
Quiso preguntar al respecto, pero poco importó. El malestar en su garganta era lo suficientemente notorio como para hacerle aguardar. Pensó en las opciones: tal vez el matón solo se aburrió, o simplemente consideró que ya había pasado lo suficiente. Pese a ello, al salir sintió cómo la luz lo cegaba por un instante. Respiró profundo, sintiendo el aire fresco llenar sus pulmones. Ese aire desértico, caliente y molesto. Pero lo prefirió antes que volver a una celda. Sin embargo, la libertad no se sentía como la recordaba. Había algo más que lo esperaba en la salida. A medida que sus ojos se adaptaban a la luz, vio una figura familiar acercándose desde la sombra del callejón: Andreus.
—Así que te dejaron salir —dijo Andreus, cruzándose de brazos, su expresión seria como siempre, aunque algo en sus ojos mostraba cierta compasión—. Supongo que ya lo sabes.
—¿Qué? —respondió Salomón, aunque ya presentía la respuesta.
—No serás aceptado —dijo Andreus sin rodeos—. La orden... La líder... creen que no vales lo suficiente. No les importa tu habilidad, ni tu lealtad. Solo ven un hombre del desierto, alguien que nunca será parte de ellos. Abogué en la medida en que pude, pero consideran que no eres confiable.
El silencio que siguió fue espeso. Salomón apretó los puños, pero no dijo nada. Las palabras de Andreus, aunque crudas, no eran una sorpresa. Tuvo que cerrar los ojos un segundo, sintiendo cómo esa tenue esperanza de una vida mejor se desvanecía igual que la arena entre sus dedos.
—Lo lamento, hermano —agregó Andreus, con un toque de sinceridad en su voz—. Pero, por menos, tu apoyo no será recompensado. —De debajo de su capa, sacó una pequeña bolsa de monedas—. Lo suficiente para un buen día de júbilo.
—¿Por qué?
—Que te hayamos rechazado no significa que no agradezcamos tu muestra de valía.
Andreus le dio una palmada en el hombro antes de dejarle la bolsa sobre la mano. Acto seguido, se organizó la capucha sobre su cabeza y dio un par de pasos hacia adelante. Salomón apretó la bolsa con molestia. Tantos días pasando en soledad, imaginando días mejores, lo habían llevado de regreso a las calles, solo que ahora contaba con un par de monedas. La frustración se apoderó de él, llevándolo a maldecir. A pesar de su malestar, no podía evitar que su cuerpo se pronunciara ante su libertad. El sol seguía lastimando su piel con su abrazo; su cuerpo, un poco tonificado por el ejercicio durante sus largas horas en silencio, no era escaso de reclamarle por el dolor padecido. Incluso su estómago y garganta le recordaron de mala gana que, aun estando afuera, debía cuidarse.
Sus pasos lo llevaron de regreso a la taberna, donde se detuvo al ver la ventana tapada con tablones. Hizo una mueca ante ello antes de mirar a ambos lados del callejón, donde no había ni un alma presente. Solo se mantenía la arena y las casas de apariencia olvidada por el tiempo. Por lo que prefirió entrar cuanto antes a la taberna. Antes de que una voz femenina respondiera: ¡Ya voy! ¡Un momento! —. Al escuchar aquellas palabras, sonrió levemente con cariño, apresurándose a organizar sus prendas en un intento de verse aceptable, pero la suciedad y los rasguños en su ropa no harían nada para salvar su apariencia de harapos.
Ese mismo pensamiento acompañó a Desdémona al abrir la puerta. Abrió los ojos pensando que se trataba de un vagabundo alto, hasta que pudo reconocer a Salomón detrás de aquella apariencia desaliñada. Sin pensarlo mucho, dejó el trapo que portaba en las manos a un lado y se abalanzó sobre él, tomándolo en un fuerte abrazo. —Te extrañé—, fueron las únicas palabras que compartieron antes de terminar sentados en la barra. Desdémona se encargaba de la limpieza y organización de la apertura de la taberna, por lo que tuvo poco tiempo para ofrecerle hasta que terminara sus tareas. Durante ese tiempo, el recién liberado prisionero tomó ese espacio para darse un baño y ponerse ropa limpia antes de recorrer el lugar de arriba hacia abajo en busca de alguien, pero al no encontrarlo, esperó hasta poder hablar con ella.
—¿Quieres hablar del porqué has estado tan callado?
Salomón la miró por un segundo, antes de terminarse la bebida que llevaba en las manos. Ella había pasado un tiempo limpiando las jarras antes de dirigirse a él.
—¿Crees que el viejo se moleste por estar tomando de la reserva?
—¿Quién? ¿Ashax?— Desdémona dejó la jarra a un lado antes de apoyarse sobre la barra, al notar la mirada confusa de Salomón.
—¿A quién más podría referirme? — Se detuvo por un segundo al notar la incomodidad en el rostro de ella. —¿La vendió?
—Te fuiste por un mes. No había garantía de que siguieras, por lo que tuvo que buscar otras opciones.
—Pero... no, ¿por qué?
Desdémona se cruzó de brazos, incómoda por la conversación. Luego de unos instantes, soltó un suspiro antes de sacar algo debajo de la barra.
—Me pidió que te entregara esto si vuelves. — Sobre la barra colocó una vieja capa de terciopelo rojizo. Pero ahora, solo era una capa desgastada, con tonos rojizos y manchas oscuras por el polvo. Aún podía verse en el bordado la imagen de un oso. —Sabías lo que significaba.
—Que debo irme. Eso representa. — Chasqueó la lengua antes de tomar la capa con ambas manos. —Falle.
—No digas eso. Podemos pedirle otra oportunidad.
—No funciona así. — Arrugó la nariz antes de volver a maldecir. Sentía que la voz se le quebraba. —Mierda.
—¿Qué pasó, Salomón? — preguntó con cautela. —Hablas de que fallaste, pero no sé qué fue lo que te llevó a esto.
Salomón dejó escapar un largo suspiro, evitando su mirada mientras se ponía la capa sobre los hombros. La larga capa de terciopelo cubría desde sus hombros hasta sus pies, resaltando el gran bordado del oso que decoraba su espalda.
—¿Recuerdas lo que te conté sobre el viejo Ashax?— dijo finalmente, con la voz algo quebrada.
Desdémona asintió, apoyando los codos sobre la barra.
—Sí, el hombre que te tomó bajo su protección después de que intentaste robarle. Dijiste que te enseñó a no mentirle jamás.
Salomón soltó una risa amarga.
—Así es...— Hizo una pausa, cerrando los ojos como si al hacerlo pudiera alejarse del dolor que le causaba recordar. —Yo era un mocoso rebelde, recién llegado a esta ciudad desde las dunas, sin nada ni nadie. Y creí que robarle a un tabernero viejo sería fácil. Pero él...— suspiró de nuevo, con una pequeña sonrisa—. Me enseñó que las apariencias engañan. — Se acarició el mentón, pasando el dedo pulgar por la pequeña cicatriz que se encontraba en su labio inferior.
Desdémona sonrió levemente, tratando de imaginarse a Ashax enfrentando al joven Salomón.
—¿Qué fue lo que te dijo? — preguntó.
—Me pidió que no le faltara el respeto, ni a él ni a su taberna— respondió Salomón, con la mirada perdida—. Me dijo que la única forma de ganar mi lugar era siendo honesto y nunca traicionar su confianza. Si quería una vida digna, debía esforzarme por ella.
Desdémona asintió, aun dudando sobre el motivo.
—Entonces...— dijo ella, con voz suave—, ¿por qué esto? ¿Fue por la pelea? Le dije que intentabas protegerme de Yago. Él se sobrepasó y...
Salomón apretó los dientes, sintiendo cómo se le formaba un nudo en la garganta.
—No fue solo eso. —Se llevó una mano a la frente, masajeándola con frustración—. El viejo odiaba las apuestas y las peleas. Me lo dijo desde el principio: “Si quieres quedarte, mantente lejos de esos vicios”.
—Y no le hiciste caso... —completó Desdémona, aunque lo dijo con más preocupación que reproche.
—No... No lo hice. —La voz de Salomón sonó apenas un murmullo—. Empecé a apostar en las peleas, a endeudarme... Quería probar mi suerte, demostrar que podía cambiar mi destino. Es posible que no lo veas, pero aquí no hay nada: sin dinero, sin contactos, sin oportunidades. Todos viven en lo mínimo. Pensé que podría cambiar eso, ahorrar algo, dar algo más. No consideraba quedarme en el desierto, en esta taberna, hasta ser mayor. Pronto me acercaré a los treinta, y no he logrado nada. —Soltó un suspiro una vez más—. Aposté esta misma capa hace un año. Le mentí al decirle que la había perdido. Quería evitar que se diera cuenta de lo que hice.
Desdémona lo observó, tratando de contener su propio enojo y tristeza por él.
—Entonces, lo echaste todo a perder... —dijo finalmente.
Salomón asintió, sus ojos se encontraron con los de Desdémona.
—Sí. Pensaba que no lo sabría. Pagué las deudas, perdí todo lo ahorrado estos años en un intento de librarme de ellas. Y ahora...
Desdémona sintió una mezcla de tristeza y compasión por él. A pesar de sus errores, Salomón seguía siendo el primer hombre en darle un hogar, en guiarle y enseñarle qué era la vida en el desierto. Desde que era una joven dama, hasta ahora que entraba en sus veinte, donde no encontró un hogar, fueron el viejo y él quienes se lo dieron.
—Salomón... —dijo suavemente, estirando una mano hacia él—. Ashax te dio una oportunidad cuando nadie más lo hizo. Y sé que cometiste errores... pero tal vez esto no sea el final. Puedes encontrar la manera de arreglar las cosas.
Él la miró, con los ojos cargados de una mezcla de rabia, vergüenza y arrepentimiento.
—No lo entiendes, Desdémona —dijo, dejando la capa a un lado—. Para Ashax, la traición a su confianza es lo peor que alguien puede hacerle. No va a perdonar a un tonto que apostó todo lo que tenía y lo perdió. Y ahora... —se levantó del taburete, con una amarga sonrisa—, lo único que me queda es aprender a vivir con eso. Fue claro con eso; no me daría otra oportunidad, no importa cuánto ruegue, lo pida o haga. Quería una vida mejor, no dejar la que tenía.
Desdémona quiso responder, ofrecerle algo más de consuelo, pero se detuvo. Sabía que él tenía que afrontar su error antes de poder seguir adelante. Así que simplemente asintió y lo observó mientras recogía sus cosas y se dirigía hacia la puerta.
—Salomón... —lo llamó una última vez, justo cuando él estaba a punto de salir—. Si alguna vez decides intentarlo de nuevo... sabes dónde encontrarme.
Él se giró, dándole una última mirada antes de salir.
—Lo sé —murmuró—. Dile que lo siento. Siento que haya tenido que vender la taberna para pagar los intereses, que haré todo lo posible para devolvérselo. —Luego salió a la calle, dejando atrás la cálida oscuridad de la taberna.
Vagó por varias horas, debatiéndose en un inicio sobre qué debería hacer. Era libre de aspirar a algo, pero también una profunda nostalgia lo inundaba, un intento vano de ansiedad que le hacía arrepentirse profundamente. Ante ello, sus pasos lo llevaron a adentrarse en bares, tabernas y casas de placer. No en busca de trabajo, oficio o motivo; sino un intento de encontrar consuelo. No tenía claro qué hacer o a dónde ir. En dos semanas, todo lo construido con los años se terminó. Sin un hogar al cual volver, sin una familia a la que acudir o un lugar donde estar. Se había convertido, igual que muchos otros, en un errante.
Siguiendo ese mismo ejemplo, intentó darle sentido a lo que tenía a través de la inmediatez, hallándola en el fondo de una jarra. Gracias a ello, había perdido la noción de los días nuevamente. Solo se detenía ante la falta de monedas, las cuales volvía a encontrar entre peleas y robos. Hasta volver a estar sentado ante una barra.
Esperaba que pronto terminara ese ciclo, que, en alguna de las luchas, su contrincante se excediera en un arrebato, y así hallaría el final de sus días. Lo ansiaba, lo anhelaba incluso, porque no tenía la voluntad de buscar algo más. Eso mismo lo llevó a la taberna del viejo Khot. Un lugar un tanto más civilizado en la ciudad, lo suficiente para evitar las miradas indiscretas y preguntas innecesarias, siempre que mantuviera lo suficiente para pagar. Era de apariencia un tanto más pulcro. A diferencia de los bares de la baja ciudad, donde la mayoría estaban hechos de la propia roca, de forma rugosa y poco cómoda; aunque aquellos que tenían suerte podían contar con mobiliario de madera traída del exterior. Los de las zonas acomodadas solían estar todos en roca pulida; desde un suelo de arenisca o granito en forma de mosaico, hasta decoraciones de tela y algodón, ofreciendo un mayor confort, junto con un ligero aumento en sus precios por estadía.
Así, al bajar la jarra de buena cerveza, deseoso de ir al baño para volver cuanto antes y disfrutar del brebaje, se puso de pie torpemente, llegando a tumbar los asientos contiguos, hasta empujar a un hombre de igual estatura. El matón, de apariencia salvaje, no dudó ni un segundo en tomarlo con ambas manos, listo para soltar un golpe con su mano repleta de anillos, en represalia por haber sido tocado. Eso hizo que Salomón sonriera ante la ironía de la escena, haciéndosele tan familiar que esperaba el desenlace. Pero en lugar de terminar allí, la pelea nunca se dio ante la aparición de un segundo hombre, de aspecto más cuidado, aunque no por ello menos sucio.
—Déjalo, Kal. Es un simple borracho, míralo bien.
El hombre que atendía al nombre de Kal gruñó al verlo, enseñando sus dientes amarillentos. Pero ante la insistencia de su compañero, lo soltó sin más, no sin antes evitar que el brillo de su anillo lo deslumbrara. Salomón observó el reflejo unos segundos, una gema de tono verdoso, pulcra y llamativa. Abrió la boca intentando decir algo, pero fue interrumpido por un deslenguado, haciendo que lo dejaran en su sitio. Ambos matones lo miraron con asco ante su apariencia, antes de retomar su camino hacia una mesa cercana.
Pasó una mano por sus ropas manchadas, considerando volver a su asiento. Pero al verlos reunidos, una molestia le hizo levantarse. Tambaleándose con dificultad, se acercó hasta la mesa, solo para terminar siguiendo recto y toparse con el muro, apoyándose en él en un intento de mantener su equilibrio. Los tres matones lo observaron unos instantes.
—¿Y ese? —habló el del medio, de apariencia más oscura y con una barba recortada.
—Un simple borracho, ignóralo. —continuó el segundo, tomando una jarra con una mano y haciendo un ademán con la otra para que continuara hablando—. ¿De qué trata el trabajo?
—Ah, sí, sí. Dos extranjeros han estado preguntando por el jefe. Aparecieron tiempo después de la muerte de Yago. El jefe sospecha que ambos hechos están relacionados.
—¿Yago ha muerto? ¿Cuándo? —Kal arqueó la ceja al oírlo, le costaba imaginar lo que le decían.
—Lo encontraron en una casa de placer, con una daga clavada en su espalda.
—De seguro fue alguna de las mujerzuelas. Era conocido por no pagar ni tratarlas bien. —Kal miró a su compañero con molestia—. Tú tampoco, Gred.
—Sí, era tu amigo. Pero no puedes evitar que se lo buscara. Con la vida que llevaba, era de esperarse. Habría sido el jefe o alguno de sus deudores quienes acabarían con él.
Kal sacó una daga de su cinto, molesto por las palabras de Gred, pero el hombre del medio los detuvo.
—Podéis terminar esto luego. El jefe quiere que estéis en la reunión de esta noche.
—¿Qué es lo que quiere? Son solo dos extranjeros. ¿Por qué la preocupación?
—Se les vio en la casa de placer antes de la muerte de Yago. También estuvieron con él un par de meses atrás, bajo el motivo de querer comprar esclavas, pero el trato no se dio. El jefe quiere su dinero igualmente, no puede permitirse verse débil.
Gred y Kal se miraron un segundo, pensando en las palabras antes de compartir una cerveza.
—¿Extorsión?
—Aún no lo decide. Quiere un séquito que lo acompañe a la reunión. Los extranjeros quieren continuar con el trato, y ya que Yago no está como intermediario, el jefe debe responder en persona. Solo quiere el dinero; una vez que lo tenga, tendrán libertad de ocuparse de ellos. —El tratante sonrió un segundo ante de dejar una bolsa sobre la mesa—. En dos horas, en el viejo almacén del norte.
Ambos matones sonrieron ante las últimas palabras. Los extranjeros eran buenos para el negocio, especialmente al poder venderlos al zar. Esa misma idea pasó por la mente de Andreus, quien observaba el almacén desde el otro lado de la calle. Habían estado vigilando el lugar, en espera de alguna señal de los esclavistas, dudando de que los dejarían esperando. Tras dos horas, Ragnar comenzó a lanzar su hacha hacia un poste cercano, y una vez hecho, se levantaba del lugar para ir hasta allí y repetir el acto.
—Has estado muy callado. —Las palabras de Andreus fueron breves mientras mantenía la vista desde la ventana—. Escúpelo.
—Sigo sin entender. —Tomó el hacha con una mano, asegurándose de su filo antes de caminar con ella de regreso a su puesto—. ¿Por qué matar al intermediario? Las órdenes fueron claras: sin víctimas adicionales, ni inocentes.
Andreus miró a su hermano unos instantes, sopesando sus palabras. Habían estado en el almacén desde el ocaso, acompañados por la capa de polvo que cubría el recinto, junto con viejas cajas vacías y desechos de animales que habían usado el viejo almacén como hogar de paso. Esto llevó a hablar en un inicio, pero con el tiempo, cada uno se había adentrado en sí mismo. Ragnar, empeñado en revisar constantemente su equipamiento; desde asegurarse de tener las correas bien puestas hasta el filo de sus armas. Actuaba igual que un niño, en espera de llegar cuanto antes a casa para estrenar su juguete, siendo en este caso, el par de hachas que había forjado recientemente.
Lo contrario le sucedía a Andreus, quien, durante su estadía, dispuso su tiempo a repasar la información dada. Estudiando minuciosamente el lugar, era bien sabido que los esclavistas de la polvareda solían tender trampas constantemente para atrapar posibles mercancías, siendo ellos, un claro objetivo. La sola idea de que serían honestos en el trato era tan absurda como la imagen de un dragón compartiendo su oro. Siguiendo con esas ideas, la pregunta de su hermano le parecía insulsa. Sus oponentes en esta ocasión no eran bandidos ordinarios o mercenarios “honorables”; eran parias, de la peor clase, y por eso no le importaba manchar su honor con tal de acabar con todos ellos.
—Llevamos seis meses posicionados en el desierto. Hemos desmantelado sus escondites, saboteado sus cargamentos, liberado a sus mercancías y asesinado a sus líderes. —Intentó sonar igual de seguro y cortés como de costumbre, pero al pensar contra quiénes luchaban, su odio era visible, pese a su intento de ocultarlo—. Cada equipo se ha encargado de una facción y cobrado su recompensa. Ya es tiempo de que terminemos el trabajo cuanto antes para volver a casa. —Se detuvo en la última palabra, al ver los ojos de Ragnar fijados en su rostro, de la misma forma que una bestia ante su presa.
—Si sigues en esa lucha, terminaremos muertos. —Tomando el hacha, la enfundó en su cinto, antes de ponerse de pie y acercarse—. Si piensas seguir con esa venganza, no seré yo quien entierre a otro hermano. —Al estar ante su hermano, puso su mano en su hombro—. No es lo que haría un guerrero.
—Soy un bibliotecario, no un guerrero. —Apartó la mano de Ragnar con cuidado—. Mi oficio es el saber: preservar el conocimiento y destruir el que debe ser olvidado. Siendo por esto último que esta práctica es bárbara, también.
Ragnar intentó decir algo, pero el tiempo se había acabado. Cuando notaron algunas lámparas llegando al callejón, anunciando la llegada de los esclavistas, era el tiempo de marchar. No se dirigieron la palabra en lo que sucedería a continuación; ambos sabían bien el plan que debían seguir. El mismo que los llevó hasta la calle, dejando la protección que les ofrecía el almacén, para encontrarse en medio del callejón desértico, acompañados de la arena, junto con el fiel aumento de temperatura que llegaba a tornarse sofocante. Tanto, que el propio Ornak sentía incómodo el tener que portar su propia armadura.
Le acompañaban seis de sus mejores hombres, sin contar otros pocos que se escondían a la espera de su señal. Constantemente, con el paso de los meses, había terminado mirando detrás de sí, de forma habitual, esperando no toparse con otro asesino o mercenario que buscaba su cabeza. Al pensar en ello, llevó la mano hasta su pecho, sintiendo la herida que poco había sanado del último encuentro con uno de ellos. Las deudas comenzaban a acumularse y sus competidores tomaban más terreno; la desesperación lo acosaba durante tanto tiempo que empezaba a temer perderlo todo.
Ante ello, sintió un leve alivio al encontrarse con ambos hermanos cerca del pozo que yacía en medio de ambos almacenes. Un lugar perfecto para realizar tratos, oculto, de difícil acceso y que daba suficiente privacidad para evitar miradas indiscretas, junto con la ignorancia que daría el no saber si alguien alguna vez estuvo allí. Por ello, al verlos, sintió cierta satisfacción.
El mayor, de apariencia lupina, era el isleño, de aspecto bárbaro, vistiendo pieles y correas alrededor de su cuerpo. La simple apariencia de tal individuo sería suficiente para venderlo en las arenas de gladiadores. Aunque dudaba de la manera en que podrían capturarlo, las cicatrices en sus brazos eran una muestra de la dificultad de acercarse. Por otro lado, al ver al menor, de apariencia imperial, vistiendo una túnica de tono azul, sobre la cual portaba una armadura de legionario, se preguntó a quién podría entregarlo, pero no podía evitar obtener algún beneficio por su apariencia.
— Has tardado. — Andreus habló primero, dando el primer paso, antes de alejarse del cofre que custodiaban. — Me cuesta realizar tratos con alguien que no cumple su palabra.
— Debía tratar algunos asuntos primero. — Ornak sonrió por un momento, mostrando sus dientes amarillentos, casi negros.
Andreus lo miró unos instantes, antes de pasar a sus seguidores. Hombres de apariencia formidable, con ropas raídas, pero armaduras de metal y armas oxidadas. Hizo una breve mueca, antes de asentir.
— ¿Dónde está la mercancía?
— Primero quiero saber sobre mi oro. — Ornak llevó la mano hasta la empuñadura de su cimitarra, en un tono amenazante. Andreus, haciendo caso de su petición, dio un paso a un lado para mostrar el cofre que llevaban al lado, y para acto seguido, darle una patada en el costado. Esto provocó un sonido metálico, similar al de las monedas. — ¡Ábrelo!
— Quiero ver la mercancía primero. — Andreus se puso en medio del cofre y de Ornak, tomando la maza que colgaba de su cinto.
Ornak hizo una señal; detrás del edificio, aparecieron otros dos hombres, un tanto más jóvenes y desorganizados. Llevaban a una mujer demasiado joven para ser lo que pensaban, ocasionando la sorpresa de ambos hermanos. Una vez que arrastraron a la chica ante ellos, el líder la tomó con fuerza de una mano antes de mirarla con cierta lujuria.
— ¡La joya de la corona! — Habló de forma lenta, burlesca y atrevida. — Zhimira Radhan. Concubina del Nazir de Marhat.
La joven, de piel morena, cabellos largos y ojos oscuros, observaba con terror a su alrededor. Intentando forcejear para liberarse, solo fue abofeteada por Ornak, esperando su quietud. Ella quería gritar, llorar y maldecir, pero fue incapaz. Solo logró calmarse cuando observó a Andreus. El imperial asintió ante la joven, quien comenzó a tranquilizarse abruptamente. Tanto, que al propio esclavista le sorprendió el cambio de actitud. Entrecerrando los ojos antes de desenfundar su cimitarra.
— No eres un tratante de esclavos, ¿verdad? — Ornak señaló a Andreus con la espada.
— Soy un comerciante. No solo de individuos. — Alzó las manos, en un intento de disminuir las sospechas, pero poco sirvió, cuando Ragnar dio un paso al frente.
— Danos la chica y llévate el oro. — Se entrecruzó de hombros entre ambos hombres.
Ornak movió la cabeza por un momento, dudando de sus palabras, pero antes de dar una respuesta, un nuevo individuo apareció en el trato. Un hombre de aspecto desaliñado, cantando una canción infantil, mientras llevaba una botella de vino hasta sus labios y balbuceaba cosas. Ante su aparición, uno de los hombres del esclavista intentó alejarlo.
— ¡Lárgate de aquí, borracho! No hay nada aquí para ti. — Fueron sus últimas palabras, antes de que el hombre terminara por golpearlo con una mano, tumbándolo al suelo para no volver a levantarse. — Yo (hmp), caminaré por donde quiera. — Su acento era local, pese a que su apariencia era distante. Tan alto como dos hombres, de barba rojiza y ojos carmesí, portaba una capa de terciopelo ennegrecida por la suciedad y el tiempo. De movimientos lentos, aliento alicorado, pero, ante todo, de un mal carácter.
Todos los presentes se vieron entre sí, dudando de cómo actuar a continuación. En ese momento, uno de los matones intentó acercarse al cofre para robarlo, pero fue detenido por Ragnar, quien, haciendo uso de una de sus hachas, llegó a amputarle la mano en el instante. — ¡Ahora! — Gruñó el isleño al dar la orden, donde en cuestión de segundos, varias ballestas emergieron desde las ventanas de los almacenes. — ¡Tercera compañía, ahora! — Andreus tomó el momento de la orden, para levantar la maza por lo alto y, en un acto rápido, golpear de manera feroz el rostro de Ornak. En unos instantes, cayó igual que cualquier otro hombre. El gran esclavista terminó empapado en su propia sangre, con trozos de carne que aun colgaban en la maza del imperial.
Los pocos hombres que no habían caído en el primer ataque de los ballesteros se dividieron en dos grupos: los que intentaron huir del combate y los que, cegados por la codicia, intentaron tomar el cofre que les había costado su estabilidad. Embriagados en la ira, las heridas convencionales no fueron suficientes para detenerlos. Avanzaron a paso rápido ante los extranjeros, quienes no dudaron en devolver la lucha a su favor.
Ante Ragnar, apareció Kal; el matón portaba dos cimitarras, en señal de desafío ante él. Disfrutando el reto de poder luchar después de tanto tiempo aburrido, no dudó en lanzar el primer ataque.
Ragnar avanzó primero, su figura imponente destacándose bajo la luz amarillenta. Sus dos hachas, recién forjadas, relucían bajo la luna creciente. Sus dedos se aferraban con fuerza al mango, sintiendo la vida que les había dado con su sudor y esfuerzo. Eran extensiones de su propia furia, herramientas perfectas para la destrucción. Eran, por ende, un reflejo de su voluntad.
Kal, por su parte, se mantuvo en una postura relajada, con una sonrisa arrogante curvando sus labios. El licor había hecho su magia, menguando sus preocupaciones y centrando sus sentidos. Sus cimitarras, finas y curvas, silbaban en el aire mientras las hacía girar con una facilidad casi insultante. El calor del desierto no le afectaba. Kal, por su parte, se mantuvo en una postura relajada, con una sonrisa arrogante curvando sus labios. El licor había hecho su magia, menguando sus preocupaciones y centrando sus sentidos. Sus cimitarras, finas y curvas, silbaban en el aire mientras las hacía girar con una facilidad casi insultante. El calor del desierto no le afectaba; estaba acostumbrado a la arena. Observaba al guerrero con lujuria, fantaseando con lo que haría con sus restos una vez terminado el combate.
Ragnar volvió a atacar, lanzándose hacia el matón con un grito feroz. Sus hachas se cruzaron en el aire, en busca de cortar la carne de su presa. Pero, a diferencia de la brutalidad del isleño, el matón se movía con rapidez, como una serpiente; esquivando el primer golpe, luego desviando el segundo en un choque de metales. El sonido resonó con cierta agudeza, suficiente para que Ragnar diera un paso atrás al percatarse de que no era algo positivo.
Kal sonrió mientras empujaba a Ragnar hacia atrás, devolviendo el ataque con una danza rápida de estocadas y tajos. Ragnar bloqueaba con sus hachas, pero notó algo extraño: un temblor en el metal. Golpeó de nuevo, y esta vez, al chocar con una de las cimitarras, escuchó un sonido ominoso: el crujir del metal al quebrarse.
La sonrisa de Kal se ensanchó al ver la grieta en el borde de una de las hachas de Ragnar. —¿Forjaste esto con las manos de un niño? — se burló, girando sobre sus talones y lanzando otra serie de rápidos cortes que obligaron a Ragnar a retroceder, cada vez más presionado.
El vikingo gruñó, frustrado. Las hachas eran nuevas, recién nacidas del yunque, fruto del sudor y la dedicación que había puesto en su forja durante el tiempo que pasaron en el desierto. En los días muertos, cuando su trabajo no avanzaba, el arte de la forja le había atraído, dándole entretenimiento en tierras olvidadas por el hombre.
Pero ellas no estaban listas. El metal no se había alineado, salido antes del tiempo provisto. Sentía cómo el filo se debilitaba con cada impacto, como las líneas en la hoja comenzaban a extenderse, anunciando el final de ambas hermanas. Pero no podía detenerse ahora, no con un enemigo tan cerca, relamiéndose ante la posibilidad de su derrota.
Con un rugido de furia, Ragnar cargó de nuevo. Esta vez, lanzó una de sus hachas con toda su fuerza, buscando desarmar a Kal con el impacto. El matón logró esquivar, pero la maniobra lo obligó a perder momentáneamente su ritmo. Ragnar aprovechó la oportunidad para intentar un tajo diagonal con el hacha restante, apuntando al cuello de su oponente.
Kal lo bloqueó justo a tiempo, pero el impacto fue demasiado para el acero herido. El hacha de Ragnar se quebró bajo la presión, partiendo su hoja en dos y lanzando fragmentos metálicos al aire. La desventaja era clara ahora, pero en lugar de detenerse, Ragnar soltó una carcajada ronca, tirando la empuñadura rota al suelo.
—Las armas no hacen al guerrero—, gruñó Ragnar, su pecho subiendo y bajando mientras se preparaba para luchar con nada más que sus puños y su instinto. Kal, sorprendido por la reacción, levantó las cimitarras, listo para acabar con él. No le dio tiempo de descanso, lanzando corte tras golpe, alejando al guerrero en cuanto podía, dejándolo acercarse lo suficiente solo para infringir un nuevo corte. Era un combate de resistencia, no de furia, y por eso se tomaría su tiempo en cansarlo.
Quien no dudaría en dejar que eso pasara era el bibliotecario, que, golpe tras golpe, se acercaba a su hermano. Cada vez que aparecía un nuevo individuo dispuesto a detenerlo, daba un paso atrás, esperando que fallaran el primer golpe, solo para tener la oportunidad de acertar un solo ataque y acabar con su oponente. Quien atacaba primero tenía la posibilidad de hacerlo dos veces, pero quien esperaba, aguardaba el momento; esperando, con un solo ataque, finalizaba un combate antes de iniciarlo. A dos pasos de distancia, podía escuchar los gruñidos de Ragnar, junto con la imagen vivida de su sangre que resaltaba en sus ropajes, antes de caer en la tierra y convertirse en una mancha olvidada.
"Aguarda, hermano", pensaba el imperial con cada paso que daba. En otras tierras, no se preocuparía por él, ni consideraría la posibilidad de que fuera derrotado. Pero habían creído que en un solo movimiento terminarían el combate, que no habría mayor derramamiento de sangre que el del primer disparo. Pero fallaron al no considerar la resistencia que tendrían los desérticos y, ante todo, el manejo del veneno en sus armas. Las cimitarras del matón tenían el brillo de un arma bañada en líquido. No poseían el iluminado de quien ha sido limpiada, sino de la que fue empapada antes de comenzar. Pese a que Ragnar no lo notara a primera vista, con cada movimiento que daba, aumentaba la circulación del veneno, comenzando a cansarse antes de lo que estaría adaptado.
Con solo dos pasos para dar apoyo. Tan cerca de salvarlo, la distancia de la muerte se hizo presente. Ornak se había levantado con dificultad; la parte derecha de su rostro no era más que la imagen desfigurada de un hombre. La carne le colgaba de los extremos, la sangre empapaba lo que quedaba de su rostro, cuello y ropa. Pese a que intentó decir algo, lo único que se entendió fue un cúmulo de gruñidos y sonidos guturales. En ese momento que se detuvo, un segundo hombre emergió de su costado. Gred, quien en todo momento solo esperó el momento oportuno, se deslizó en un baile ágil entre los combatientes, hasta llegar al imperial y apuñalarlo en un solo tajo.
Andreus apartó a Gred con un rápido movimiento, pero no pudo evitar la herida que el acero le dejó en el costado. Llevó una mano temblorosa hacia la herida, intentando detener el sangrado. Ornak, con una mirada llena de furia ciega, levantó su cimitarra, listo para dar el golpe final al extranjero. Ya no le interesaban el oro, la riqueza o el poder; ahora solo lo movía el odio. —Hijo de puta—, masculló antes de alzar la espada.
Pero antes de que pudiera atacar, un borracho interrumpió la escena con un golpe brutal. Salomón, ciego de ira, hundió su puño en el rostro de Ornak, deformando su carne en un solo golpe. La sangre salpicó su mano, pero a él no le importaba; buscaba liberar meses de frustración, y la brutalidad de sus golpes lo reflejaba. El segundo matón, Gred, atemorizado por la violencia desatada, intentó huir. Solo alcanzó a dar unos pasos antes de que un virote silbara por el aire, alojándose entre su cuello y hombro.
—Salomón—, gruñó Andreus con dificultad, su voz apenas un susurro entre el dolor. —Por favor, salva a mi hermano.
Andreus intentó ponerse de pie, tambaleante, la sangre seguía fluyendo de su herida y sabía que había sido envenenado. Aunque la dosis no parecía letal de inmediato, lo debilitaba. A pesar de eso, lo único que importaba era salvar a Ragnar. Miró a Salomón, quien ahora lo observaba con una mirada vacía, carente de cualquier conciencia o remordimiento. Salomón era una bestia en ese momento, un hombre devorado por su propia furia. Andreus lo entendió y, aprovechando esa oscuridad, señaló hacia el matón con el que Ragnar luchaba y gruñó: —¡Mátalo!
Salomón, sin dudar, tomó la cimitarra de Ornak y se abalanzó hacia Kal, que en ese momento tenía una espada levantada, a punto de acabar con Ragnar. Pero antes de que pudiera hacerlo, Salomón bloqueó el golpe con su propia espada, protegiendo a su compañero. Ragnar, exhausto pero determinado, aprovechó el momento y de un golpe desarmó a Kal, quien se vio rodeado por ambos guerreros, cada uno empuñando una espada y mostrándole una fiereza indomable.
Kal bufó con desprecio al verlos. Alzó su cimitarra, listo para recibir el ataque. Lo que siguió fue una danza violenta de cortes, contragolpes y desvíos. Cada vez que Salomón o Ragnar atacaban, Kal los contrarrestaba con una precisión letal, buscando cualquier oportunidad para herirles con pequeños cortes antes de retroceder de nuevo, como una serpiente al acecho.
En uno de esos contragolpes, Ragnar, debilitado pero decidido, lanzó un ataque que desvió la atención de Kal. El matón, confiado, enfocó su próximo golpe en el isleño, sin percatarse de que Salomón, con un movimiento ágil, logró cortar profundamente su muslo con un tajo certero.
—¡Malditos perros! —gruñó Kal mientras retrocedía, bloqueando como podía.
Ragnar, aprovechando la abertura, atacó desde la espalda de Kal, obligándolo a girar bruscamente para defenderse. Ese fue el momento que Salomón necesitó. Desvió con fuerza la espada de Kal y permitió que Ragnar le hiciera un corte brutal desde el hombro hasta la cintura, abriendo su espalda con un solo tajo. Kal gruñó de dolor, pero se negó a caer. Maldijo y escupió, tambaleándose, pero aún no estaba acabado. Esperó el siguiente ataque de Salomón, bloqueando el golpe con un movimiento desesperado y acortando la distancia entre ellos. Aprovechando ese instante, lanzó una patada que hizo retroceder a su atacante, haciéndolo tambalear.
Salomón dudó por un segundo, sin saber si atacar o retirarse, y en ese instante recibió un corte superficial del matón. Pero en lugar de retroceder, soltó una de sus cimitarras y, con ambas manos, agarró las muñecas de Kal, inmovilizándolo. En un intentó liberarse, forcejeo como pudo, pero fue demasiado tarde. Un sable, empuñado por Ragnar, atravesó su garganta, silenciando sus gruñidos de odio.
Kal se desplomó, la vida escapando de su cuerpo, mientras Salomón y Ragnar se quedaron de pie, exhaustos. No midieron palabra, ambas miradas de tonos rojizos y amarillentos asintieron entre sí, antes de alejarse. Ragnar se arrodillo ante su combatiente, haciendo una seña que solían hacer en el archipiélago, cuando luchaban contra un guerrero digno, horrando por su alma, que llegara al descanso merecido. En un intento de ponerse de pie, se tambaleo un poco, solo para terminar siendo sujetado por Andreus, quien con una venda que cubría su abdomen, lo apoyaba.
— Con cuidado hermano. — Andreus tomo entre sus brazos a Ragnar, ayudándolo a sentar en unas cajas cercanas. — ¡Huesos! — Grito en busca del matasanos. Pronto, un chico de apenas llegada la adultes, se acercaba rápidamente, sacando varios brebajes de su bolsa. — ¿Dónde está el antídoto?, ya verás lo que te hare, si no se salva.
El joven sonrío ante las palabras de Andreus, pero haciendo caso omiso a sus amenazas, saco varios antídotos, que comenzó a mezclar en un tarrito. Pronto el líquido tenía olores mezclados, entre flores secas y hierbas amargas. Provocando que incluso el isleño, arrugara la nariz ante su aroma. Sin contar, el tono verdoso y casi viscoso del líquido que tuvo que tomar, provocando que llegara a toser.
Andreus sonrió de alivio, antes de soltar un pequeño gemido por el movimiento. Dando un rápido vistazo a su alrededor, podía notar como los hombres comenzaban a saquear los cadáveres, buscando que llevarse a la boca. Incluso algunos, intentaron abrir el cobre, en busca de los tesoros hablados por su capitán, solo para encontrarse con vasijas y sacos llenos de piedras sin valor alguno, que resonaban con algunas piezas metálicas que poco o nada, podían valer.
Una vez que huesos termino de revisar a Ragnar, le hizo una seña al imperial para darle espacio de revisarlo, pero este, negó con la cabeza. — Los hombres que participaron en la batalla. — se detuvo un momento ante el dolor. — Atiéndeles primero, lo necesitan más que yo. Mis heridas aun no me mataran. — El matasanos asintió ante su capitán, mirando a sus alrededores, en busca de su próximo paciente. Fijando la mirada en un hombre sentado junto a la pared, con una mano en el costado y otra examinando una cimitarra. Al verlo, volvió a ver a su capitán, quien, comprendiendo su sentir, dudo. Le hizo un ademan para que marchara a revisarlo, el joven de cabellos castaños asintió, dirigiéndose hacia el errante quien en un inicio le ignoro, pero ante la insistencia termino aceptando, solo momentos después que vomitara, todo el contenido de una noche de despecho.
—Te salvó la vida —dijo Andreus, dirigiéndose a Ragnar, que lo miraba en silencio. Había cerrado los ojos, respirando con calma, tratando de aliviar el malestar que le invadía—. Sé que me estás escuchando. No finjas dormir.
—No hay nada que diga que cambie tu decisión —respondió Ragnar tras unos instantes, abriendo sus ojos, cuyo brillo amarillento había mermado, mostrando un tono miel—. Ya la has tomado, incluso antes de preguntarme.
—Desde la primera vez en la taberna buscabas un motivo para atacarlo —continuó Andreus, desviando la mirada hacia Salomón, que permanecía al margen—. Luego te opusiste a que se uniera. Acepté tu decisión porque alegaste que no podías confiar en un hombre que apesta a licor y no tiene más motivación que él mismo. Y ahora que lo has visto luchar, también tomaste una decisión.
—Hay cosas que pueden pulirse, pero ese olor a alcohol... —Ragnar arrugó la nariz—. Todo lo que lo acompaña debería quedarse en estas tierras.
Andreus asintió, dándole un par de palmadas en la espalda. Tras medio año de guerra, podía disfrutar por fin de una noche tranquila en el desierto. Las estrellas brillaban con mayor intensidad, y las constelaciones dibujaban destellos de colores en el cielo. Quiso capturar ese instante y quedarse en él, como si fuera un suspiro eterno. Sabía que, a la mañana siguiente, debía dar su informe, cobrar la recompensa y preparar a los hombres para la marcha hacia la costa, donde se reunirían con los otros tres capítulos de la compañía.
No quería pensar en el regreso al continente, ni en las semanas que se convertirían en meses en alta mar, solo para volver a rendir cuentas ante su líder. Tendría que explicar cómo una misión de rescate había terminado en la destrucción de una red de esclavistas, y cómo habían aceptado a un nuevo miembro en su gremio. Pero todo eso quedaría para otro día. Esta noche, por una vez, deseaba descansar y olvidar que aún era un errante en tierras extrañas.

Este capitulo me gusto mucho, comienzo imaginandome un panorama oscuro y desolador para el personaje y a medida que uno va leyendo piensa que la cosa va a cambiar para el, pero solo es hasta el final climatico que todo cambia. Los dialogos me parecen suficientes y concizos y bien redactados, algo que jamas he podido lograr yo cuando dirijo los juegos de rol similares. La ambientacion es bastante tipica pero hace ver que es un mundo extenso y nutrido. Queda uno con ganas de leer el siguiente capitulo.